Entre Sombras y Secretos: La Hija de Mi Pareja
—¿Otra vez aquí, Marta?— pregunté, intentando que mi voz no temblara, mientras la veía dejar su mochila en el recibidor. Era jueves por la tarde, y según lo que Fernando y yo habíamos acordado, su hija solo vendría los fines de semana alternos. Pero desde hacía meses, esa norma era papel mojado.
Marta me miró con esos ojos oscuros que tanto me recordaban a su madre, la ex de Fernando. No contestó. Se limitó a encogerse de hombros y a sacar el móvil, ignorándome por completo. Sentí una punzada de rabia mezclada con culpa. ¿Quién era yo para poner límites? Pero también, ¿quién era ella para saltárselos?
Fernando llegó media hora después, con su sonrisa cansada y ese olor a café que traía del trabajo. Cuando vio a Marta en el sofá, su expresión cambió fugazmente. Me miró de reojo, como pidiéndome paciencia. Yo solo quería respuestas.
—¿No habíamos quedado en que Marta solo vendría los fines de semana?— le susurré en la cocina, mientras ella subía el volumen de la tele en el salón.
Fernando suspiró, frotándose la frente.—Lucía, está pasando una mala racha. Su madre y yo… bueno, ya sabes cómo es Laura. No quiero que Marta se sienta desplazada.
—¿Y yo? ¿No me estoy sintiendo desplazada yo también?— respondí, bajando la voz pero sin poder evitar que se quebrara.
La conversación terminó ahí. Como siempre. Fernando evitaba el conflicto como si fuera fuego. Yo, en cambio, sentía que me quemaba por dentro.
Las semanas pasaron y la situación solo empeoró. Marta empezó a traer amigas a casa sin avisar. Una tarde encontré mi ropa interior tirada en el baño después de que usaran la ducha. Otra noche, escuché risas y cuchicheos sobre mí detrás de la puerta cerrada de su habitación. Me sentía una extraña en mi propio hogar.
Intenté hablarlo con mi madre por teléfono.
—Cariño, tienes que poner límites. No puedes dejar que te pisoteen así— me aconsejó con ese tono práctico tan suyo.
Pero poner límites era más fácil decirlo que hacerlo. Cada vez que intentaba hablar con Fernando, él se cerraba en banda o me acusaba de no entender a su hija.
Un domingo por la mañana, mientras preparaba café, escuché a Marta hablando con Laura por teléfono en el pasillo.
—Papá siempre hace lo que Lucía quiere, pero yo no pienso irme de aquí— decía con voz desafiante.
Me temblaron las manos y derramé el café sobre la encimera. ¿Era eso lo que pensaba de mí? ¿La intrusa que quería echarla de su propia casa?
Esa noche, después de cenar, reuní el valor para enfrentarme a Fernando delante de Marta.
—Necesitamos hablar los tres— dije con firmeza.
Fernando me miró sorprendido; Marta puso los ojos en blanco.
—Esta casa es de todos, pero necesitamos respetar las normas. No puedo seguir sintiéndome invisible aquí— dije, mirando primero a Fernando y luego a Marta.
Marta bufó.—No eres mi madre. No tienes derecho a decirme lo que tengo que hacer.
Sentí un nudo en la garganta.—No quiero ser tu madre, Marta. Solo quiero vivir en paz. Y eso significa que todos tenemos que ceder un poco.
Fernando intervino entonces.—Marta, tu madre y yo nos separamos porque no supimos escucharnos. No quiero repetir los mismos errores aquí.
El silencio se hizo espeso entre nosotros. Marta bajó la mirada por primera vez.
—Solo… echo de menos cómo era todo antes— murmuró casi inaudible.
Me acerqué despacio.—Yo también echo de menos muchas cosas. Pero podemos intentar construir algo nuevo si todos ponemos de nuestra parte.
Esa noche fue la primera vez que sentí un atisbo de esperanza. Pero también supe que nada sería fácil. Los días siguientes fueron una montaña rusa: momentos de calma seguidos de discusiones por cosas pequeñas —la música alta, los horarios del baño, las visitas inesperadas—. Pero poco a poco, algo empezó a cambiar.
Una tarde lluviosa de noviembre, encontré a Marta llorando en la cocina. Me senté a su lado sin decir nada. Al cabo de un rato, me confesó que su madre le había dicho que yo era la culpable de todo lo malo que pasaba en casa.
—No sé qué pensar— sollozó.—Solo quiero que papá sea feliz… pero también quiero sentirme parte de algo.
La abracé torpemente.—Yo tampoco tengo todas las respuestas, Marta. Pero si quieres intentarlo… podemos aprender juntas.
Desde entonces, nuestra relación fue menos tensa. No perfecta, pero real. Aprendimos a negociar espacios y tiempos; Fernando empezó a tomar partido y a hablar más claro con ambas. Laura seguía lanzando sus dardos desde lejos, pero ya no nos hacían tanto daño.
A veces me pregunto si alguna vez seremos una familia «normal» o si eso solo existe en las películas españolas del domingo por la tarde. ¿Es posible reconstruir algo roto sin perderse uno mismo por el camino? ¿Vosotros qué haríais si estuvierais en mi lugar?