La decisión que rompió mi familia: una boda negada y un futuro incierto
—¿Miguel, qué vas a hacer ahora? —La voz de mi padre retumbó en el salón, grave, casi temblorosa. Mi madre, sentada a mi lado, me apretaba la mano con fuerza, como si quisiera transmitirme su propia determinación. Lucía lloraba en silencio en el pasillo, su silueta recortada contra la luz de la entrada.
No podía mirar a nadie a los ojos. Sentía el peso de todas las miradas, de todas las expectativas. El reloj de la pared marcaba las diez y media de la noche, pero el tiempo parecía haberse detenido en ese instante.
—No voy a casarme —dije al fin, con la voz rota. —No puedo hacerlo solo porque… porque ha pasado esto.
El silencio fue absoluto. Mi madre suspiró aliviada, como si hubiera estado conteniendo el aire durante horas. Mi padre, en cambio, se levantó de golpe.
—¿Y el niño? ¿Vas a dejar que tu hijo crezca sin padre? ¿Eso es lo que quieres?
Sentí un nudo en la garganta. No era capaz de articular una respuesta. Lucía entró entonces en el salón, los ojos hinchados y rojos.
—Miguel, por favor… —susurró—. No tienes que hacerlo por mí. Pero no me dejes sola en esto.
La miré por primera vez desde que había llegado a casa. Recordé las tardes en el parque del Retiro, las risas en la terraza de aquel bar de Lavapiés, los sueños compartidos bajo las luces de la Gran Vía. Todo eso parecía tan lejano ahora.
Mi madre se puso de pie y rodeó mis hombros con un brazo.
—Hijo, si no lo sientes, no tienes por qué casarte. No es justo para nadie vivir una mentira.
Mi padre la interrumpió, furioso:
—¡Eso es egoísmo! ¡Pensad en el niño! ¿Qué va a decir la gente? ¿Cómo vais a mirar a la cara a los vecinos, a la familia?
Me sentí acorralado entre dos mundos: el de mi madre, que me protegía incluso de mis propios errores, y el de mi padre, que veía en mi negativa una traición a todo lo que nos habían enseñado.
Esa noche no dormí. Escuchaba los pasos de mi padre en el pasillo, el llanto ahogado de Lucía en la habitación de invitados. Yo solo podía mirar al techo y preguntarme si estaba haciendo lo correcto o si simplemente estaba huyendo.
Al día siguiente, Lucía se fue temprano. No me dijo adiós. Solo dejó una nota en la mesa: “No te preocupes por mí. Pero piensa en él”.
Durante semanas, la casa se llenó de silencios incómodos y discusiones veladas. Mi madre evitaba hablar del tema; mi padre apenas me dirigía la palabra. En el trabajo, mis compañeros cuchicheaban cuando entraba en la sala de descanso. En el barrio, las vecinas miraban con desaprobación cuando salía a comprar el pan.
Una tarde, mientras paseaba por el parque para despejarme, me encontré con Carmen, una amiga de la infancia.
—He oído lo de Lucía —dijo sin rodeos—. ¿Estás bien?
No supe qué responderle. Me limité a encogerme de hombros.
—¿Sabes? —continuó— Mi hermano pasó por algo parecido. Al final hizo lo que sentía y no lo que le decían los demás. Pero nunca dejó de estar ahí para su hija.
Sus palabras me acompañaron durante días. ¿Podía yo hacer lo mismo? ¿Era posible ser buen padre sin ser marido? ¿O estaba condenado a repetir los errores de otros?
Mi padre seguía insistiendo:
—Miguel, tienes que asumir tus responsabilidades. No puedes darle la espalda a tu hijo.
Pero yo no sabía cómo hacerlo sin sentirme atrapado en una vida que no había elegido.
Una noche, después de otra discusión con mi padre, salí corriendo de casa y acabé frente al portal de Lucía. Dudé antes de llamar al timbre. Cuando abrió la puerta, vi en sus ojos todo el dolor que le había causado.
—Solo quiero saber si estás bien —balbuceé.
Ella asintió, pero no me invitó a pasar.
—Voy a tener este niño con o sin ti —dijo—. Pero me gustaría que estuvieras presente, aunque solo sea como padre.
Me marché sin saber si había hecho bien en ir. Pero algo dentro de mí empezó a cambiar esa noche.
Con el tiempo, aprendí a estar presente sin prometer lo que no podía dar. Acompañé a Lucía a las ecografías, hablé con ella sobre nombres para el bebé, incluso empecé a ahorrar para ayudarla con los gastos. Mi madre me apoyó en este nuevo papel; mi padre tardó más en aceptar mi decisión, pero poco a poco empezó a entenderla.
El día que nació nuestro hijo —al que llamamos Álvaro— sentí una mezcla de miedo y orgullo imposible de describir. Sostenerlo en brazos fue como enfrentarme por fin a todo lo que había estado evitando: mis miedos, mis dudas, mis errores.
Ahora miro atrás y me pregunto: ¿Hice lo correcto al negarme al matrimonio? ¿O simplemente fui cobarde? ¿Es posible ser buen padre sin ser buen esposo? ¿Qué haríais vosotros en mi lugar?