La jaula dorada de mi matrimonio: El precio de la comodidad

—¿De verdad necesitas otro vestido, Lucía? —La voz de Alejandro retumba en el salón, fría y calculadora, mientras sostiene su cartera como si fuera un escudo. Me quedo quieta, con el catálogo entre las manos, sintiendo cómo la vergüenza me sube por el cuello. No es la primera vez que discutimos por algo así. Ni será la última.

Doce años llevo casada con él. Doce años en los que el dinero ha sido la medida de todas las cosas: de mi valor, de mi libertad, incluso de mi felicidad. Al principio, cuando me enamoré de Alejandro, todo parecía un sueño. Él era atento, generoso, siempre tenía un detalle para mí. Pero poco a poco, esa generosidad se transformó en control. Empezó con preguntas inocentes: “¿Para qué quieres eso?” o “¿No tienes ya uno igual?”. Luego vinieron los comentarios sobre mis gastos, las revisiones del extracto bancario, las miradas de desaprobación cada vez que llegaba una caja a casa.

En nuestra casa de Salamanca, todo está perfectamente ordenado. Los muebles son caros, la vajilla es de porcelana y los cuadros en las paredes son originales. Pero yo me siento como una pieza más de esa decoración: bonita por fuera, vacía por dentro. Mi vida gira en torno a los horarios del colegio de nuestros hijos, las comidas familiares los domingos y las cenas silenciosas en las que Alejandro revisa su móvil mientras yo finjo interés por un programa de televisión.

A veces pienso en cómo era antes de casarme. Tenía sueños: quería ser profesora de literatura, viajar a Granada y perderme entre los versos de Lorca. Pero cuando nació nuestra hija Paula, Alejandro insistió en que lo mejor era que me quedara en casa. “Así no tendrás que preocuparte por nada”, me decía. Y yo le creí. Dejé mi trabajo, mis amigas empezaron a alejarse y mi mundo se redujo a estas cuatro paredes.

—Mamá, ¿por qué estás triste? —me pregunta Paula una tarde mientras le ayudo con los deberes.

La miro y no sé qué responderle. ¿Cómo explicarle a una niña de diez años que su madre se siente invisible? ¿Que cada vez que pide permiso para comprar algo siente que está mendigando?

Mi suegra, Carmen, nunca ha ocultado su opinión sobre mí. “Alejandro te da todo lo que necesitas”, repite cada vez que puede. “Ojalá yo hubiera tenido tu suerte”. Pero no es suerte vivir con miedo a pedir veinte euros para un café con una amiga. No es suerte sentir que tu opinión no cuenta porque no aportas dinero a la casa.

El día que encontré el recibo de una transferencia a nombre de otra mujer sentí que el suelo se abría bajo mis pies. No era mucho dinero, pero bastó para encender todas mis alarmas. Cuando le pregunté a Alejandro, me miró con desdén: “No te metas en mis asuntos”. Esa noche dormí en el sofá, abrazada a una almohada empapada en lágrimas.

A veces pienso en irme. Imagino cómo sería empezar de cero: buscar un trabajo, alquilar un piso pequeño, volver a sentirme dueña de mi vida. Pero luego me asaltan los miedos: ¿cómo voy a mantener a mis hijos? ¿Qué dirán mis padres? ¿Y si Alejandro me quita la custodia?

Una tarde, mientras recojo la ropa del tendedero, escucho a mis vecinas hablar en el patio:

—¿Has visto lo del marido de Marta? Dicen que le controla hasta el dinero del pan…
—Eso no es vida —responde la otra—. Yo no aguantaría ni un día.

Me dan ganas de gritarles que yo tampoco aguanto, pero aquí sigo. Me pregunto si alguien sospecha lo que ocurre tras las cortinas cerradas de nuestra casa.

La gota que colma el vaso llega un viernes por la noche. Alejandro llega tarde y huele a perfume caro. Cuando le pregunto dónde ha estado, me responde con una sonrisa cínica:

—No tienes derecho a preguntarme nada. Bastante hago manteniéndote aquí.

Esa frase me atraviesa como un cuchillo. Manteniéndome aquí… Como si fuera una planta que sólo necesita agua y sol para sobrevivir. Esa noche decido escribirle una carta. No sé si tendré valor para dársela algún día, pero necesito poner en palabras todo lo que siento:

«Alejandro,

No soy una posesión ni un mueble más de esta casa. Soy una persona con sueños, miedos y deseos propios. No quiero seguir viviendo así, mendigando cariño y libertad. Si alguna vez me quisiste de verdad, déjame ser yo misma otra vez.»

Guardo la carta en el cajón de mi mesilla y me tumbo en la cama mirando al techo. Siento miedo, sí, pero también una chispa de esperanza. Quizá aún esté a tiempo de reconstruir mi vida.

Al día siguiente llamo a mi amiga Teresa y le pido quedar para tomar un café. Es la primera vez en años que hago algo sin pedir permiso.

—¿Estás bien? —me pregunta Teresa al verme llegar tan nerviosa.
—No lo sé —respondo—. Pero quiero estarlo.

Mientras hablamos, siento cómo se va deshaciendo el nudo en mi garganta. Teresa me escucha sin juzgarme y me anima a buscar ayuda profesional. Por primera vez en mucho tiempo siento que no estoy sola.

Esa noche miro a mis hijos dormir y me prometo que haré todo lo posible por darles un ejemplo diferente: el de una madre valiente que lucha por su dignidad.

¿De verdad merecemos vivir presos del miedo y la dependencia? ¿Cuántas mujeres más estarán atrapadas en jaulas doradas como la mía? Ojalá alguien lea mi historia y se atreva a dar el primer paso hacia su libertad.