La verdad bajo la piel: El secreto de mi sangre

—¿Por qué no se parece a mí, Lucía? —La pregunta salió de mi boca como un disparo, inesperado incluso para mí. Era una tarde de domingo en nuestro piso de Vallecas, y el silencio que siguió fue tan denso que podía cortarse con un cuchillo. Lucía, mi esposa desde hacía ocho años, bajó la mirada y se aferró al borde de la mesa como si temiera que el mundo se desmoronara bajo sus pies.

No era la primera vez que esa duda me asaltaba, pero sí la primera vez que lo decía en voz alta. Nuestro hijo, Daniel, tenía ya seis años. Ojos verdes, pelo rubio, una risa contagiosa… pero nada de mí. Ni un gesto, ni una mirada, ni siquiera el lunar en la mejilla que todos los hombres de mi familia llevamos como herencia. Mi madre, Mercedes, lo había insinuado más de una vez en las comidas familiares: “Ay, hijo, este niño es tan distinto…”. Yo siempre lo había defendido, pero la semilla de la duda ya estaba plantada.

Lucía rompió el silencio con un susurro: —¿De verdad crees que te mentiría con algo así?

No supe qué responder. Me sentí sucio por dudar, pero también traicionado por esa sombra que crecía cada día entre nosotros. En España, hablar de estas cosas sigue siendo tabú. Nadie quiere ser el marido engañado, el cornudo del barrio. Pero yo necesitaba saber.

Esa noche dormí en el sofá. Daniel vino a buscarme a las siete de la mañana, arrastrando su peluche de dinosaurio. “Papá, ¿por qué no duermes con mamá?” Me dolió más esa pregunta que cualquier sospecha. Le acaricié el pelo y le prometí que todo iría bien.

Durante semanas, Lucía y yo apenas nos hablamos. Yo iba al trabajo —soy administrativo en una gestoría— y volvía a casa con el estómago encogido. Mis compañeros notaron mi mal humor. “¿Te pasa algo, Álvaro?” preguntó un día Sergio mientras tomábamos café en el bar de abajo. Dudé antes de contestar, pero al final solté la verdad: “Creo que Daniel no es mi hijo”.

Sergio me miró con compasión y me contó que su primo había pasado por lo mismo. “Hazte una prueba de ADN y sal de dudas”, me aconsejó. Esa misma tarde busqué en internet laboratorios en Madrid. Me temblaban las manos al pedir cita.

Cuando le conté a Lucía lo que iba a hacer, rompió a llorar. —¿Tan poco confías en mí? —gritó—. ¡Después de todo lo que hemos pasado!

—No puedo vivir así —le respondí—. Necesito saberlo.

El día de la prueba llevé a Daniel al laboratorio con la excusa de un chequeo médico. Me sentí el peor padre del mundo por mentirle. El técnico nos tomó una muestra de saliva a los dos y me dijo que los resultados estarían en una semana.

Esa semana fue un infierno. Lucía apenas salía del dormitorio. Mi madre me llamaba cada noche para preguntar si ya sabía algo. Yo solo quería abrazar a Daniel y olvidar todo esto, pero no podía.

El sobre llegó un viernes por la tarde. Lo abrí solo, sentado en la cocina. “No existe relación biológica entre Álvaro Jiménez García y Daniel Jiménez López”. Sentí como si me arrancaran el corazón del pecho.

Me encerré en el baño y lloré como un niño. Después salí y busqué a Lucía. Estaba sentada en la cama, con los ojos rojos e hinchados.

—Lo sabía —dije simplemente.

Ella asintió en silencio. Tardó unos minutos en hablar:

—Fue una sola vez, Álvaro… Antes de casarnos… No pensé que pudiera pasar…

La rabia me nubló la vista. Grité, insulté, rompí una foto nuestra contra la pared. Pero después vino el vacío.

Durante días no supe qué hacer. Mi madre me animaba a pedir el divorcio y luchar por la custodia. Mis amigos me decían que olvidara todo y siguiera adelante por Daniel. Pero ¿cómo se sigue adelante cuando tu vida entera ha sido una mentira?

Daniel seguía siendo mi hijo ante la ley, pero ¿lo era en mi corazón? Recordé todas las noches en vela cuidándole cuando tenía fiebre, sus primeros pasos, su primer día de cole… ¿Eso no cuenta?

Una tarde, mientras Daniel dibujaba en el salón, me senté a su lado.

—¿Sabes cuánto te quiero? —le pregunté.

Él asintió sin dejar de colorear.

—¿Y tú me quieres a mí?

Me miró con esos ojos verdes tan distintos a los míos y dijo: —Eres mi papá.

En ese momento entendí que la sangre no lo es todo. Decidí quedarme y luchar por mi familia, aunque nunca olvidaré lo que pasó.

Hoy sigo con Lucía, aunque nada volvió a ser igual. A veces me pregunto si hice bien o mal. ¿Qué haríais vosotros? ¿El amor puede superar una traición así o hay heridas que nunca cierran?