La verdad en la sangre: El día que mi madre me abrió los ojos

—¿Por qué tienes los ojos tan claros, hijo? —La voz de mi madre, Carmen, sonó desde el otro lado del teléfono, tan directa como siempre, tan incapaz de dejar pasar un detalle.

Era una tarde de domingo en Madrid. Yo estaba sentado en la terraza de mi piso, viendo cómo el sol se colaba entre los edificios de Lavapiés. Había terminado hacía poco una relación fugaz con Lucía, una chica de Segovia que conocí en una fiesta universitaria. Todo había sido rápido, intenso y, al final, doloroso. Pero lo que realmente me inquietaba no era el final de esa historia, sino la sensación de que algo más profundo se estaba moviendo bajo la superficie de mi vida.

—No sé, mamá. Siempre me has dicho que los ojos verdes vienen de tu abuela —respondí, intentando sonar despreocupado.

—Eso es lo que siempre hemos pensado —dijo ella, con ese tono que usaba cuando quería sonsacarme algo—. Pero últimamente he estado pensando… ¿Te acuerdas de la historia de tu nacimiento?

Me quedé callado. Claro que me acordaba. Mi madre siempre contaba que nací prematuro, en pleno agosto del 94, durante una ola de calor insoportable. Mi padre, Antonio, llegó tarde al hospital porque estaba trabajando en la fábrica de automóviles en Getafe. Todo parecía normal, pero había algo en su voz que me puso nervioso.

—¿Por qué preguntas eso ahora? —quise saber.

—Porque he estado revisando unas fotos antiguas y… bueno, tu padre y yo no tenemos los ojos claros. Ni tus abuelos tampoco. Y ya sabes lo que dicen de los genes recesivos…

Sentí un escalofrío. Siempre había habido bromas sobre mi parecido con el vecino del tercero, don Manuel, pero nunca les di importancia. Ahora, con mi madre hablando así, todo cobraba un matiz distinto.

Esa noche no pude dormir. Me levanté varias veces a mirar mi reflejo en el espejo del baño. ¿De quién eran estos ojos? ¿Por qué nunca me lo había preguntado antes?

Pasaron los días y la inquietud creció. Empecé a fijarme más en los detalles: la forma de mis manos, el tono de mi piel, incluso la manera en que me reía. ¿Cuánto de mí era realmente mío? ¿Cuánto era prestado?

Un viernes por la tarde, después del trabajo, decidí enfrentar a mi madre cara a cara. Cogí el Cercanías hasta Móstoles y llegué a casa justo cuando ella estaba preparando la cena.

—Mamá, dime la verdad —le solté nada más entrar—. ¿Hay algo que no me hayas contado?

Ella dejó el cuchillo sobre la encimera y se quedó mirándome fijamente. Vi cómo sus ojos se llenaban de lágrimas.

—No quería hacerte daño —susurró—. Pero creo que ya eres mayor para saberlo.

Me senté a su lado y esperé. El silencio era tan denso que podía cortarse con un cuchillo.

—Cuando tenía veintitrés años —empezó—, tu padre y yo pasábamos por un mal momento. Él trabajaba mucho y yo me sentía sola… Fue entonces cuando conocí a Enrique.

El nombre me sonó lejano, pero familiar. Enrique era el farmacéutico del barrio, siempre amable, siempre dispuesto a ayudar.

—Fue solo una vez —continuó mi madre—. Pero después me enteré de que estaba embarazada y… nunca supe con certeza quién era tu padre.

Sentí como si el suelo se abriera bajo mis pies. Toda mi vida había girado en torno a una familia que ahora parecía desmoronarse ante mis ojos.

—¿Papá lo sabe? —pregunté con voz temblorosa.

—No —respondió ella—. Y no quiero que lo sepa. Él te quiere como a un hijo y eso es lo único importante.

Salí de casa sin decir nada más. Caminé durante horas por las calles de Móstoles, intentando ordenar mis pensamientos. ¿Debía buscar a Enrique? ¿Tenía derecho a remover el pasado?

Esa noche soñé con mi infancia: los veranos en la playa de Benidorm, las Navidades en casa de los abuelos, las discusiones tontas con mi hermana Marta por el mando de la tele. Todo parecía tan lejano ahora, como si perteneciera a otra persona.

Pasaron semanas antes de atreverme a hablar con Enrique. Fui a la farmacia un martes por la mañana, cuando sabía que habría poca gente.

—Enrique —le dije mientras él colocaba unas cajas en la estantería—, necesito hablar contigo sobre algo importante.

Me miró sorprendido y asintió con la cabeza. Fuimos a la trastienda y cerró la puerta tras de sí.

—¿De qué se trata?

Le conté todo lo que sabía. Él escuchó en silencio, sin interrumpirme ni una sola vez.

—Siempre sospeché algo —admitió al final—. Pero nunca quise meterme en vuestra vida.

Le pedí una prueba de ADN. No fue fácil convencerle, pero al final accedió.

Esperar los resultados fue una tortura. Cada día era una montaña rusa emocional: esperanza, miedo, rabia, tristeza… Cuando por fin llegaron los resultados, supe la verdad.

Enrique era mi padre biológico.

Volví a casa de mi madre con el sobre en la mano. Ella lloró al ver mi expresión y me abrazó con fuerza.

—Lo siento tanto…

No supe qué decirle. Solo podía pensar en todo lo que había perdido y en todo lo que aún podía perder si decidía contarle la verdad a Antonio.

Durante semanas viví dividido entre dos mundos: el de siempre y el nuevo mundo que acababa de descubrir. Mi hermana Marta notó mi distancia y un día me enfrentó en mitad del salón:

—¿Qué te pasa últimamente? Estás raro.

No pude evitarlo y rompí a llorar delante de ella. Le conté todo y ella también lloró conmigo.

—Somos familia pase lo que pase —me dijo—. Eso no cambia nada.

Pero sí cambió algo dentro de mí: empecé a mirar a mi alrededor con otros ojos. Comprendí que las familias no siempre son lo que parecen y que los secretos pueden destruirnos o hacernos más fuertes.

Hoy sigo sin saber si algún día le contaré toda la verdad a Antonio. Pero he aprendido algo importante: la sangre puede decir mucho, pero el amor dice mucho más.

A veces me pregunto: ¿cuántas familias viven con secretos como el nuestro? ¿Es mejor vivir en la ignorancia o enfrentarse a la verdad aunque duela? ¿Vosotros qué haríais?