La verdad oculta tras la pantalla: Un secreto familiar al descubierto

—¿Por qué lo haces, Natalia? —mi voz temblaba, apenas un susurro, mientras la pantalla del móvil seguía iluminando mi rostro en la penumbra del pasillo.

No era la primera vez que dejaba a mi hijo Mateo con mi suegra, pero sí la primera que sentía ese nudo en el estómago. Había salido a comprar al Mercadona de la esquina, apenas veinte minutos, y, por costumbre, abrí la app del vigilabebés. Lo que vi me dejó helada: Natalia, sentada junto a la cuna, murmuraba palabras incomprensibles mientras pasaba una rama de laurel por encima de la cabeza de Mateo. Sus movimientos eran lentos, casi ceremoniales. Mi hijo lloraba, y ella no lo consolaba; seguía con su extraño ritual.

Corrí de vuelta a casa, el corazón golpeando en mis sienes. Al entrar, Natalia me miró con esa sonrisa suya, tan dulce como falsa.

—¿Ya has vuelto, Elena? Mateo está dormidito —dijo, pero yo ya no podía fingir normalidad.

—¿Qué estabas haciendo con él? —pregunté, sin poder ocultar el temblor en mi voz.

Su expresión cambió al instante. Dejó la rama sobre la mesa y se cruzó de brazos.

—No tienes derecho a espiarme. Esto es mi casa también —espetó.

—¡Es mi hijo! —grité, sintiendo cómo las lágrimas amenazaban con desbordarse.

La discusión fue subiendo de tono. Mi marido, Luis, llegó justo cuando Natalia me acusaba de paranoica y controladora. Él intentó mediar, pero su lealtad siempre ha estado dividida entre su madre y yo. La tensión se podía cortar con un cuchillo.

Esa noche no dormí. Me preguntaba si estaba exagerando. En España, las tradiciones familiares pesan mucho. Mi abuela también tenía sus manías: poner una cinta roja en la muñeca para evitar el mal de ojo, rezar a San Pancracio para que no faltara el trabajo… Pero lo de Natalia era distinto. Había algo en su mirada que me inquietaba.

Al día siguiente, Luis y yo discutimos en la cocina mientras Mateo dormía.

—No puedes prohibirle ver a su nieto —me dijo él, cansado.

—No quiero prohibírselo. Solo quiero entender qué hace cuando no estoy —respondí, sintiéndome sola en mi propia casa.

Luis se encogió de hombros.

—Mi madre siempre ha sido así. Es supersticiosa, pero no le haría daño a Mateo.

—¿Y si sí? ¿Y si un día pasa algo y yo no estoy para verlo? —le pregunté, pero él ya no me escuchaba. Se fue al salón y encendió la tele para ver el fútbol.

Las semanas siguientes fueron un infierno. Natalia empezó a evitarme; solo venía cuando Luis estaba en casa. Yo me volví más desconfiada: revisaba las cámaras cada vez que podía, buscaba señales de que algo iba mal. Empecé a notar pequeños cambios: Mateo lloraba más cuando ella se iba, tenía pesadillas y se despertaba gritando por las noches.

Una tarde, mientras recogía los juguetes del suelo, encontré una bolsita de tela bajo la cuna. Dentro había sal gruesa y un trozo de ajo seco. Sentí un escalofrío recorriéndome la espalda. Llamé a mi madre para pedir consejo.

—Eso es para protegerlo del mal de ojo —me dijo ella—. Pero si no te gusta, habla con Natalia. No puedes vivir así.

Pero hablar con Natalia era imposible. Cada vez que intentaba sacar el tema, ella se ponía a la defensiva o me acusaba de ser una mala madre por desconfiar de su experiencia.

Una noche, después de otra discusión con Luis, decidí enfrentarme a Natalia directamente. La cité en una cafetería del barrio para evitar gritos delante de Mateo.

—Natalia, necesito entender por qué haces esas cosas con mi hijo —le dije, mirándola a los ojos.

Ella suspiró y bajó la mirada.

—Cuando Luis era pequeño casi se muere de una pulmonía. Mi madre hizo lo mismo que yo hago ahora con Mateo y él salió adelante. No es nada malo, Elena. Solo quiero protegerlo —su voz temblaba por primera vez.

Sentí compasión y rabia al mismo tiempo. ¿Cómo podía explicarle que mis miedos eran tan reales como los suyos?

—Pero yo soy su madre —le dije—. Necesito sentir que puedo confiar en ti.

Natalia asintió en silencio. Nos quedamos así un rato largo, sin saber qué decir.

Al volver a casa, Luis me esperaba en el sofá.

—¿Y bien? —preguntó.

—No sé si alguna vez podré volver a confiar del todo —le respondí—. Pero al menos ahora sé que no lo hace por maldad.

Desde entonces, las cosas han cambiado poco a poco. Natalia sigue viendo a Mateo, pero siempre bajo mi supervisión. Luis intenta no tomar partido, aunque sé que le duele vernos así. Yo sigo luchando con mis miedos y mi necesidad de controlarlo todo.

A veces me pregunto si ser madre significa vivir siempre con el corazón en vilo, desconfiando incluso de quienes más queremos. ¿Hasta dónde llega el instinto de protección antes de convertirse en obsesión? ¿Vosotros qué haríais en mi lugar?