Seis años de silencio: la historia de una nuera invisible

—¿Por qué siempre tengo que ser yo? —me pregunté en voz baja mientras recogía los restos del desayuno de la abuela Carmen. Ella, sentada en su sillón junto a la ventana, miraba la calle con esa expresión ausente que se le había quedado desde que la enfermedad empezó a robarle los recuerdos. El reloj de la cocina marcaba las nueve y media, y yo ya llevaba tres horas despierta, preparando pastillas, cambiando sábanas y escuchando el mismo lamento: “¿Dónde está mi hija? ¿Por qué no viene nunca?”

Mi nombre es Lucía y llevo seis años cuidando de la abuela de mi marido, Sergio. Todo empezó cuando mi suegra, Pilar, decidió irse a trabajar a Alemania. “Solo serán unos meses, Lucía, hasta que ahorre un poco”, me dijo con esa sonrisa suya tan convincente. Pero los meses se convirtieron en años y yo me convertí en la sombra de esta casa.

—Lucía, ¿has visto mis gafas? —gritó Sergio desde el pasillo.

—Están en la mesa del salón —respondí, conteniendo el impulso de decirle que las buscase él mismo. Pero ya ni me escuchaba; estaba demasiado ocupado con su móvil, como siempre.

Al principio, pensé que lo hacía por amor. Por ayudar a una familia que me había acogido como a una hija. Pero con el tiempo, empecé a notar cómo mi vida se desdibujaba entre las paredes de esta casa antigua de Valladolid. Mis amigas dejaron de llamarme porque nunca podía quedar. Mi madre me preguntaba cada vez que hablábamos por teléfono: “¿Y tú cuándo vas a vivir tu vida, hija?”

Recuerdo una tarde especialmente dura. Carmen tuvo un brote y no paraba de gritar que quería irse a su casa, aunque llevaba viviendo aquí más de veinte años. Lloraba y me insultaba, llamándome ladrona y extraña. Yo intentaba calmarla mientras Sergio miraba la televisión en el cuarto de al lado.

—¿No vas a ayudarme? —le grité desesperada.

—Es que no sé qué hacer —me contestó sin apartar la vista del partido.

Esa noche dormí en el sofá, agotada y con el corazón hecho trizas. Me sentí invisible, como si mi esfuerzo no valiera nada.

Los días se sucedían iguales: médicos, farmacias, comidas trituradas y pañales. Pilar llamaba cada domingo desde Alemania para preguntar por su madre y darme consejos que sonaban a órdenes: “No le des leche por la noche”, “Ponle la crema en los pies”, “Acuérdate de ventilar bien la habitación”. Nunca preguntaba cómo estaba yo.

Una tarde de invierno, mientras paseaba a Carmen por el parque, me encontré con Marta, una antigua compañera del instituto. Me abrazó fuerte y me preguntó cómo estaba. No supe qué responder. Me eché a llorar allí mismo, bajo los árboles desnudos.

—Tienes que pensar en ti, Lucía —me dijo—. Nadie va a hacerlo por ti.

Esa frase se me quedó grabada. Empecé a mirar mi vida con otros ojos. ¿Cuándo fue la última vez que hice algo solo para mí? ¿Por qué tenía que cargar yo sola con todo esto?

Un día, Pilar anunció por WhatsApp que venía de visita. La casa se llenó de nervios y expectativas. Sergio limpió el coche y compró flores para su madre. Yo preparé la comida favorita de Carmen y me aseguré de que todo estuviera perfecto.

Cuando Pilar llegó, me abrazó rápidamente y fue directa al cuarto de su madre. Pasó horas allí dentro, saliendo solo para darme instrucciones o criticar cómo había hecho las cosas: “Esto no está bien colocado”, “Mi madre está más delgada”, “¿No podrías haberle cortado el pelo?”

Esa noche, después de cenar, Pilar se sentó frente a mí en la cocina.

—Lucía, he estado pensando… Quizá deberías buscarte un trabajo fuera. Ya has hecho bastante aquí —dijo con voz fría.

Me quedé helada. Después de seis años dedicando mi vida a cuidar de su madre, ¿ahora me sugería que me fuera? Miré a Sergio buscando apoyo, pero él bajó la cabeza y no dijo nada.

—¿Eso es lo que queréis? —pregunté temblando—. ¿Que desaparezca ahora que ya no os sirvo?

Nadie respondió.

Esa noche no dormí. Pensé en todo lo que había sacrificado: mi trabajo como maestra infantil, mis amistades, incluso mis ganas de ser madre algún día. Todo por una familia que ahora parecía querer deshacerse de mí como si fuera un mueble viejo.

Al día siguiente, hice las maletas. No tenía un plan claro, pero sabía que no podía seguir así. Antes de irme, entré en la habitación de Carmen. Ella dormía tranquila. Le acaricié la mano y le susurré: “Gracias por dejarme cuidarte”.

En el pasillo, Sergio intentó detenerme.

—Lucía, espera… Podemos hablarlo.

—¿Hablarlo? Han pasado seis años y nunca has querido escucharme —le respondí con lágrimas en los ojos—. Ahora necesito pensar en mí.

Salí de esa casa sintiéndome ligera y asustada al mismo tiempo. No sabía qué iba a ser de mí, pero por primera vez en mucho tiempo sentí que tenía derecho a decidir sobre mi vida.

Ahora escribo estas líneas desde el pequeño piso de mi hermana en Salamanca. No sé si volveré con Sergio ni si algún día podré perdonar a Pilar. Pero sí sé una cosa: nadie debería sentirse invisible en su propia vida.

¿Y vosotros? ¿Hasta dónde estaríais dispuestos a sacrificaros por una familia que no os valora? ¿Cuándo es el momento de decir basta?