Vi cómo mi prometido trataba a su exesposa y sus hijos, y decidí cancelar la boda: la felicidad gratis no es para mí

—¿Por qué siempre tienes que defenderla a ella? —escuché mi propia voz quebrarse mientras apretaba el volante del auto, estacionado frente a la casa de Julián. El calor húmedo de la Ciudad de México se colaba por la ventanilla entreabierta, pero no lograba disipar el frío que sentía en el pecho.

Julián me miró, cansado, como si ya hubiera tenido esta conversación mil veces antes. —No la estoy defendiendo, Mariana. Solo trato de mantener la paz por los niños.

Ese día había ido a su casa para ayudarlo a preparar la fiesta de cumpleaños de su hijo menor, Emiliano. Llevábamos casi dos años juntos y, aunque nunca me había molestado que él tuviera un pasado —una exesposa, dos hijos pequeños—, algo en esa tarde me hizo ver todo con otros ojos.

La casa estaba llena de globos y risas infantiles. Yo cortaba pastel en la cocina cuando llegó Lucía, la exesposa de Julián. Entró como si nada hubiera cambiado desde su divorcio: saludó a todos con familiaridad, besó a los niños y se dirigió a Julián con una sonrisa que me pareció demasiado íntima.

—¿Me ayudas a bajar los regalos del coche? —le pidió ella, ignorando mi presencia.

Julián asintió sin mirarme. Salieron juntos y, desde la ventana, los vi reírse de algo mientras cargaban las bolsas. Sentí una punzada de celos, pero también una incomodidad más profunda: ¿dónde quedaba yo en esa dinámica?

Cuando regresaron, Lucía se quedó conversando con Julián sobre las tareas escolares de los niños, sobre el pediatra, sobre el pago del seguro. Yo intenté integrarme, pero cada vez que decía algo, Lucía me respondía con frases cortas y una sonrisa forzada. Los niños tampoco parecían saber cómo tratarme: Emiliano me miraba con desconfianza y Valeria apenas me dirigía la palabra.

Después de la fiesta, mientras recogíamos los platos de plástico y las serpentinas del suelo, Julián me abrazó por detrás y susurró: —Gracias por ayudarme hoy. Sé que no es fácil.

Pero yo ya no podía fingir. —No sé si puedo con esto —le dije en voz baja—. Siento que siempre seré una extraña aquí.

Él suspiró. —Mariana, ellos son mi familia. Lucía y yo tenemos que llevarnos bien por los niños. No quiero que te sientas desplazada, pero tampoco puedo cambiar lo que somos.

Esa noche no dormí. Me revolví en la cama pensando en mi propia historia: divorciada desde hacía cinco años, sin hijos, acostumbrada a mi independencia y a mi espacio. Había soñado con un nuevo comienzo junto a Julián, pero ahora veía claro que ese comienzo implicaba aceptar una familia que ya existía antes de mí.

Los días siguientes fueron una sucesión de silencios incómodos y mensajes breves. Mi madre me llamó desde Puebla:

—¿Estás bien, hija? Te noto rara.

—No sé si quiero casarme con Julián —confesé entre lágrimas—. Siento que nunca voy a ser parte de su vida realmente.

Mi madre guardó silencio unos segundos antes de responder: —La felicidad no se mendiga, Mariana. Si tienes dudas ahora, imagina cómo será después.

La semana siguiente, Julián me invitó a cenar en un restaurante pequeño en Coyoacán. Había velas sobre la mesa y un anillo en su bolsillo; lo supe por la forma en que jugaba nervioso con su chaqueta.

—Mariana —empezó—, quiero que seas mi esposa. Sé que no es fácil lo que te pido, pero te amo y quiero construir algo contigo.

Lo miré a los ojos y sentí una tristeza profunda. Lo amaba, sí, pero también amaba mi paz. No quería convertirme en una sombra en mi propia vida ni competir con una historia que no era mía.

—No puedo —le dije finalmente—. No así. No quiero ser la invitada perpetua en tu familia ni vivir esperando migajas de atención. Merecemos algo mejor los dos.

Julián bajó la mirada y asintió lentamente. —Lo entiendo —susurró—. Ojalá las cosas fueran diferentes.

Salí del restaurante sintiendo el peso del mundo sobre mis hombros, pero también una extraña ligereza. Lloré en el taxi camino a casa y lloré al llegar a mi departamento vacío. Pero al día siguiente desperté sabiendo que había hecho lo correcto.

En los meses siguientes vi cómo Julián rehacía su vida poco a poco; seguimos siendo amigos distantes. Yo aprendí a disfrutar mi soledad y a valorar mi propio espacio sin sentirme culpable por ello.

A veces me pregunto si fui cobarde o valiente al tomar esa decisión. ¿Cuántas mujeres aceptan menos de lo que merecen por miedo a estar solas? ¿Cuántas veces confundimos el amor con el sacrificio?

¿Y ustedes? ¿Alguna vez han sentido que la felicidad «gratis» no es para ustedes? ¿Qué harían si estuvieran en mi lugar?