Volví a casa con mi hijo recién nacido… y un vacío insoportable
—¿Dónde estás, Alejandro? —grité nada más cruzar la puerta, con el pequeño Lucas dormido en mis brazos y la maleta colgando de un dedo. El eco de mi propia voz fue la única respuesta. El salón estaba patas arriba: una taza de café volcada, ropa tirada en el sofá, el televisor encendido sin sonido. Ni rastro de él. Ni una nota, ni un mensaje en el móvil. Solo silencio.
Me senté en la cama, con Lucas aún pegado a mi pecho, y sentí cómo el peso de la soledad me aplastaba. Había soñado tantas veces con este momento: volver a casa con mi hijo, ver a Alejandro emocionado, abrazándonos los tres. Pero la realidad era otra. Lloré en silencio mientras Lucas se removía inquieto.
No era la primera vez que Alejandro desaparecía. Desde que me quedé embarazada, su presencia se había ido diluyendo como el azúcar en el café. Siempre tenía una excusa: el trabajo en la gestoría, las reuniones interminables, el fútbol con los amigos. Pero yo sabía que era miedo. Miedo a crecer, a asumir responsabilidades, a dejar de ser el niño mimado de su madre.
Esa noche, mientras acunaba a Lucas bajo la luz mortecina del pasillo, recordé la última discusión que tuvimos antes de ir al hospital:
—No puedo hacerlo sola, Alejandro. Necesito que estés aquí —le dije, con la voz rota.
—Siempre dramatizas, Carmen. No es para tanto. Todas las mujeres han pasado por esto —me respondió sin mirarme siquiera.
Ahora esas palabras me dolían más que nunca. ¿De verdad todas las mujeres estaban tan solas como yo?
Los días siguientes fueron una sucesión de rutinas agotadoras: cambiar pañales, dar el pecho cada dos horas, intentar dormir entre llantos y cólicos. Mi madre venía a veces desde Alcalá de Henares para ayudarme, pero no quería preocuparla demasiado. Ella ya había sufrido bastante con mi padre y sus ausencias.
Una tarde, mientras intentaba dormir a Lucas en brazos, sonó el timbre. Era Marta, mi vecina del tercero.
—¿Estás bien? —me preguntó al verme los ojos hinchados.
—No lo sé —le respondí sin poder evitar que se me quebrara la voz.
Marta se sentó conmigo y me escuchó sin juzgarme. Me contó que ella también había pasado por algo parecido cuando nació su hija. Me animó a pedir ayuda, a no callarme más.
Esa noche, cuando Alejandro por fin apareció —oliendo a cerveza y tabaco— no pude más.
—¿Dónde estabas? —le pregunté con rabia contenida.
—Con los chicos. Necesitaba despejarme —dijo encogiéndose de hombros.
—¿Y yo? ¿Y tu hijo? ¿No te importamos?
Alejandro me miró como si yo fuera una extraña.
—No sé si estoy preparado para esto —susurró.
Sentí cómo algo se rompía dentro de mí. No era solo decepción; era una mezcla de rabia, tristeza y miedo al futuro. ¿Cómo iba a criar a Lucas sola? ¿Cómo iba a explicarle algún día por qué su padre no estaba?
Las semanas pasaron y Alejandro cada vez venía menos a casa. Empecé a hacerme fuerte por necesidad: aprendí a pedir ayuda a mis amigas, a organizarme mejor, incluso a disfrutar de los pequeños momentos con Lucas. Pero cada vez que veía una pareja paseando con su bebé por el Retiro o escuchaba las risas de una familia en el parque, sentía una punzada de envidia y dolor.
Un día, mi madre me encontró llorando en la cocina.
—Carmen, hija, tienes que pensar en ti y en tu niño. No puedes esperar eternamente a alguien que no quiere estar —me dijo acariciándome el pelo.
Tenía razón. Decidí hablar con Alejandro por última vez.
—Necesito saber si quieres formar parte de nuestra vida o no —le dije cuando vino a recoger unas cosas.
Él bajó la mirada.
—No puedo, Carmen. Lo siento —susurró antes de marcharse para siempre.
Lloré mucho esa noche. Pero al día siguiente me sentí más ligera. Por primera vez en meses, respiré hondo y miré a Lucas con esperanza. Empecé a reconstruir mi vida poco a poco: volví al trabajo media jornada gracias a la ayuda de mi madre y Marta; conocí otras madres en el centro de salud; aprendí a reírme otra vez.
A veces me pregunto si hice bien en dejar marchar a Alejandro o si debería haber luchado más por nuestra familia. Pero cuando veo a Lucas sonreírme cada mañana, sé que tomé la decisión correcta.
¿De verdad merecemos cargar solas con todo el peso? ¿Cuántas mujeres más viven esta soledad silenciosa tras las puertas cerradas de sus casas? ¿No es hora ya de hablarlo sin miedo?