La inquietante presencia de Clara: Cuando la confianza se tambalea en casa

—¿Por qué sonríes así cuando hablas con mi marido?—. No pude evitar que la pregunta saliera de mis labios, casi como un susurro, mientras observaba a Clara desde el umbral de la cocina. Ella, con su melena oscura recogida en una coleta y el delantal de rayas que yo misma le había dado, se giró sorprendida, los ojos grandes y sinceros. —¿Perdón, señora Marta?—. Su voz tembló apenas, pero lo suficiente para que yo notara que no era la única incómoda.

Hace apenas dos semanas, mi vida era otra. La marcha repentina de Teresa, nuestra niñera de toda la vida, nos dejó a mi marido Luis y a mí completamente desbordados. Ambos trabajamos en el centro de Madrid, él como arquitecto y yo como abogada en un bufete pequeño pero exigente. Nuestros hijos, Lucía y Mateo, de seis y cuatro años, no podían quedarse solos ni un minuto. La urgencia nos llevó a confiar en una agencia y así llegó Clara, recomendada por su experiencia y referencias impecables.

Al principio, todo fue alivio. Clara era puntual, cariñosa y los niños la adoraban. Lucía me contaba cada noche cómo Clara le enseñaba canciones nuevas y Mateo no paraba de dibujar corazones con su nombre. Pero pronto empecé a notar detalles que me inquietaban: cómo su risa se alargaba cuando Luis llegaba del trabajo, cómo le servía el café antes que a mí, cómo le preguntaba por sus proyectos con un interés casi devoto.

Una tarde, llegué antes de lo habitual. El ascensor estaba averiado y subí los cinco pisos corriendo, con el corazón en la garganta. Al abrir la puerta, escuché risas en el salón. Me asomé y vi a Clara sentada demasiado cerca de Luis en el sofá, los niños jugando en el suelo ajenos a todo. Ella le tocaba el brazo mientras le mostraba algo en su móvil. Luis se apartó al verme y se levantó enseguida.

—¡Marta! No te esperaba tan pronto—dijo él, nervioso.

—He terminado antes en el despacho—respondí, intentando sonar natural.

Clara se excusó enseguida para preparar la merienda. Yo me quedé mirando a Luis, que evitaba mi mirada. Esa noche apenas dormí. ¿Estaba exagerando? ¿Era solo mi imaginación?

Los días siguientes me volví más atenta a cada gesto. Clara era impecable con los niños: los llevaba al parque del Retiro, les preparaba meriendas caseras, incluso ayudó a Lucía con una manualidad para el colegio que yo no habría tenido tiempo de hacer. Pero mi incomodidad crecía. Empecé a notar cómo Luis se arreglaba más antes de llegar a casa, cómo buscaba excusas para quedarse charlando con Clara en la cocina mientras yo bañaba a los niños.

Una noche, después de acostar a los pequeños, enfrenté a Luis:

—¿Te gusta Clara?—le pregunté sin rodeos.

Él se quedó helado.—¿Qué dices? Es solo la niñera…

—No me gusta cómo te mira. Ni cómo te hablas con ella—insistí.

Luis suspiró.—Marta, estás cansada. Es normal que estés sensible después de lo de Teresa… Pero no hay nada raro.

No me convenció. Al día siguiente, llamé a mi madre para desahogarme:

—Mamá, no sé qué hacer. Los niños están felices pero yo… siento que algo no va bien.

Ella me escuchó en silencio.—Hija, sigue tu instinto. Pero no acuses sin pruebas. Habla con Clara primero.

Así fue como terminé en la cocina esa tarde, enfrentando a Clara con mi pregunta incómoda.

Ella bajó la mirada.—Señora Marta… Yo solo intento ser amable. En mi último trabajo me dijeron que era demasiado fría y… No quiero perder este empleo.

Su respuesta me desarmó un poco. ¿Y si era yo la que estaba viendo fantasmas? ¿Y si mi inseguridad estaba arruinando la estabilidad de mis hijos?

Esa noche, mientras recogía los juguetes del salón, escuché a Lucía decirle a Mateo:

—Ojalá Clara se quede siempre con nosotros.

Sentí un nudo en el estómago. ¿Sería capaz de echarla solo por mis celos? ¿Y si realmente no había nada?

Pero entonces recordé otra escena: una tarde en que llegué temprano y vi cómo Clara miraba a Luis cuando él no la veía; una mirada larga, cargada de algo más que gratitud o respeto. ¿Podía arriesgarme a que algo pasara bajo mi propio techo?

Decidí hablarlo con Luis una vez más:

—No puedo vivir así. Si quieres que Clara siga, necesito que pongas límites claros.

Luis asintió.—Tienes razón. Hablaré con ella mañana.

A la mañana siguiente, antes de irme al trabajo, vi cómo Luis y Clara conversaban en el recibidor. Ella parecía nerviosa; él serio pero amable. Cuando salí por la puerta, sentí una mezcla de alivio y tristeza.

Esa tarde, Clara me pidió hablar conmigo:

—Señora Marta… He decidido buscar otro trabajo. No quiero causar problemas en su familia.

Me quedé sin palabras. Los niños lloraron cuando se lo conté. Luis me abrazó fuerte esa noche.—Lo siento si te hice sentir insegura—me susurró.

Ahora la casa está más tranquila pero también más vacía. Me pregunto si hice lo correcto o si dejé que mis miedos destruyeran algo bueno para mis hijos.

¿Hasta dónde debemos dejar entrar a los extraños en nuestra intimidad? ¿Es posible confiar plenamente cuando el corazón está herido por las dudas?