Herencias envenenadas: el invierno de la abuela Carmen

—¿Pero cómo podéis dormir tranquilos sabiendo que vuestra madre está pasando frío? —grité, temblando de rabia, mientras sostenía el móvil con la mano sudorosa. Al otro lado, Lucía suspiró con fastidio.

—No exageres, Ana. Mamá siempre ha sido dramática. Además, no es nuestra culpa que no pueda pagar una residencia decente.

Colgué antes de decir algo de lo que me arrepintiera. Tomás me miró desde la puerta, los ojos rojos de impotencia. Era pleno enero en Valladolid y el viento helaba hasta los huesos. Aquella noche, después de recibir la llamada temblorosa de Carmen diciendo que no sentía los pies, fuimos a buscarla. La encontramos en un cobertizo detrás de la casa de Sergio, envuelta en mantas viejas y rodeada de cajas polvorientas. No había calefacción, ni siquiera una bombilla decente. Solo el silencio y el olor a humedad.

—Mamá, ¿por qué no nos llamaste antes? —preguntó Tomás, arrodillado junto a ella.

Carmen apenas podía hablar. Sus labios estaban morados y las manos le temblaban tanto que ni siquiera pudo abrazar a su hijo. Yo sentí una mezcla de rabia y tristeza tan intensa que tuve que salir un momento al patio para no romper a llorar delante de ella.

Todo empezó seis meses antes, cuando falleció el abuelo Manuel. La casa familiar, una vivienda antigua en el centro del pueblo, era lo único que quedaba tras años de apuros económicos. Sergio y Lucía, mis cuñados, insistieron en venderla cuanto antes para repartirse la herencia. Carmen suplicó quedarse allí hasta encontrar otra solución, pero ellos solo veían euros donde antes había recuerdos.

—No podemos seguir manteniendo una casa vieja —decía Sergio—. Además, mamá ya no está para vivir sola.

—¿Y dónde quieres que vaya? —pregunté yo en una reunión familiar tensa y silenciosa.

Lucía se encogió de hombros.

—Que se venga a mi casa… pero solo unos meses. Luego ya veremos.

Pero «unos meses» se convirtieron en semanas, y después en días. Pronto Carmen fue desplazada al cobertizo porque «estorbaba» en la casa de Sergio: los niños hacían ruido, su mujer se quejaba del desorden y nadie tenía tiempo para cuidar de una anciana.

Tomás y yo vivimos en un piso pequeño en la ciudad, con nuestra hija Naomi y mi trabajo a media jornada en la biblioteca municipal. No podíamos ofrecerle lujos, pero sí dignidad y calor. Cuando la trajimos a casa aquella noche helada, Naomi le preparó una taza de chocolate caliente y le puso su manta favorita sobre las piernas.

—Abuela, aquí sí puedes dormir tranquila —le susurró Naomi.

Carmen sonrió por primera vez en semanas.

Los días siguientes fueron un torbellino de llamadas, reproches y silencios incómodos. Sergio y Lucía insistían en que exagerábamos la situación. Decían que Carmen era «difícil», que nunca estaba contenta con nada. Pero yo veía el miedo en los ojos de mi suegra cada vez que sonaba el teléfono.

Una tarde, mientras le ayudaba a peinarse, Carmen me confesó entre lágrimas:

—Nunca pensé que mis propios hijos me dejarían así… ¿En qué fallé?

No supe qué decirle. ¿Cómo explicarle que la avaricia puede más que el amor? ¿Que los lazos familiares se rompen cuando el dinero entra en juego?

El pueblo entero empezó a murmurar. En la panadería me miraban con lástima; en la farmacia me preguntaban si necesitábamos ayuda. La vergüenza era un peso más sobre nuestros hombros. Pero lo peor era ver cómo Tomás se iba apagando poco a poco. Cada vez hablaba menos con sus hermanos; cada vez se encerraba más en sí mismo.

Una mañana recibimos una carta certificada: Lucía y Sergio nos reclamaban judicialmente parte del dinero gastado en los cuidados de Carmen durante los meses anteriores. Decían que «les correspondía» por derecho. Aquello fue la gota que colmó el vaso.

—No quiero volver a verles —dijo Tomás con voz rota—. Si para ellos mamá es solo un gasto o un estorbo… mejor solos.

Desde entonces cortamos toda relación con ellos. Naomi pregunta a veces por sus tíos y primos, pero no sé qué responderle. ¿Cómo explicarle que la familia puede romperse por dentro sin hacer ruido?

Carmen ha mejorado poco a poco. Ahora sonríe más y ayuda a Naomi con los deberes. Pero hay noches en las que se queda mirando por la ventana, perdida en recuerdos de veranos felices en la casa del pueblo: meriendas bajo la parra, risas al atardecer, promesas de amor eterno entre hermanos.

A veces me pregunto si algún día podremos perdonar lo que han hecho Lucía y Sergio. Si es posible reconstruir algo después de tanto daño. ¿O las heridas del alma son como las del invierno castellano: profundas, frías y difíciles de curar?

¿Vosotros qué haríais? ¿Se puede volver a confiar en quien te traiciona por dinero? ¿O hay cosas que nunca deberían perdonarse?