La noche en que todo se rompió: Cuando dejamos a los niños con mi madre

—Mamá, ¿puedes venir a por nosotros?— La voz de Daniel, mi hijo mayor, temblaba al otro lado del teléfono. Eran casi las once de la noche y yo, sentada en el coche junto a Sergio, mi marido, sentí cómo el corazón se me encogía. Habíamos dejado a los niños con mi madre para tener una noche a solas, para hablar, para intentar recomponer los pedazos de nuestro matrimonio. Pero ni siquiera así conseguíamos entendernos.

—Daniel, cariño, ¿qué pasa?— pregunté, intentando sonar tranquila.

—La abuela está enfadada y Lucía no para de llorar. Quiero irme a casa. Por favor, mamá…

Miré a Sergio. Él apartó la vista y se quedó mirando la lluvia que golpeaba el parabrisas. Llevábamos semanas así: sin hablarnos más que lo imprescindible, discutiendo por cualquier cosa. Todo había empezado el día que decidimos comprar el piso en Vallecas. Un sueño hecho realidad, decíamos entonces. Un hogar propio para nuestros hijos. Pero la hipoteca nos ahogaba y las facturas se acumulaban en la mesa del salón como una amenaza silenciosa.

Mi madre nunca estuvo de acuerdo con la compra. “No os metáis en líos”, repetía una y otra vez. “Con el alquiler vivís bien, ¿para qué complicaros?” Pero yo quería algo más. Quería dejarles a mis hijos un lugar seguro, algo nuestro. No imaginaba que ese deseo acabaría por rompernos.

—¿Vas a contestar o no?— preguntó Sergio, molesto.

—¿Qué quieres que haga? Es nuestro hijo— respondí, sintiendo cómo la rabia me subía por dentro.

—Siempre igual. Todo gira en torno a ellos. ¿Y nosotros qué?— Su voz sonó amarga.

No supe qué decirle. Porque tenía razón y no la tenía al mismo tiempo. Los niños eran lo único que nos mantenía unidos, pero también eran el motivo por el que seguíamos luchando cada día.

Colgué el teléfono y respiré hondo. Recordé la primera vez que entramos en el piso vacío, cómo Lucía corría por el pasillo gritando de alegría y Daniel miraba por la ventana soñando con tener un perro. Ahora apenas hablaban entre ellos y Lucía se despertaba cada noche llorando por pesadillas.

La presión del banco era constante. Habíamos dejado de salir los fines de semana, de ir al cine o de comprar helados en la plaza Mayor. Todo era ahorrar, recortar, sobrevivir. Y entre tanto sacrificio, Sergio y yo nos fuimos perdiendo.

Mi madre lo veía venir. “No sois felices”, me decía mientras preparaba croquetas en su cocina pequeña de Lavapiés. “El dinero no lo es todo.” Pero yo no quería escucharla. Me aferraba a la idea de que todo mejoraría con el tiempo.

Esa noche, después de la llamada de Daniel, volvimos a casa de mi madre en silencio. Al llegar, Lucía se lanzó a mis brazos sollozando y Daniel me miró con esos ojos grandes llenos de reproche.

—¿Por qué no podemos estar todos juntos como antes?— preguntó él.

No supe qué responderle. Sergio se quedó en el coche fumando un cigarro tras otro mientras yo intentaba calmar a los niños y mi madre me miraba con tristeza desde la puerta.

—¿De verdad merece la pena todo esto?— susurró ella cuando pasé junto a ella rumbo al baño con Lucía en brazos.

Esa pregunta me persiguió toda la noche. Me senté en el borde de la bañera mientras Lucía se dormía apoyada en mi pecho y pensé en todo lo que habíamos perdido: las cenas improvisadas en la terraza del piso antiguo, las risas compartidas viendo películas viejas, los domingos en El Retiro jugando al escondite.

Al día siguiente, Sergio y yo apenas cruzamos palabra. Los niños no querían volver al piso nuevo; decían que allí “olía a tristeza”. Mi madre nos preparó café y tostadas mientras intentaba animar el ambiente con historias de cuando yo era pequeña.

Pero nada era igual. La tensión flotaba en el aire como una nube espesa imposible de disipar.

Esa tarde, después de dejar a los niños en el colegio, Sergio me miró por primera vez en semanas.

—No puedo más, Marta— dijo con voz cansada.— Esto nos está matando.

Sentí un nudo en la garganta. Quise abrazarle pero no pude moverme. Todo lo que habíamos construido se desmoronaba ante mis ojos y yo era incapaz de detenerlo.

Esa noche dormí sola por primera vez en años. Los niños se acurrucaron conmigo en la cama y escuché sus respiraciones tranquilas mientras afuera llovía sin parar.

Me pregunté si alguna vez debimos arriesgar tanto por un sueño tan frágil. Si valía la pena hipotecar nuestra felicidad por cuatro paredes propias.

Ahora, mientras escribo esto sentada en la cocina de mi madre, veo a mis hijos jugar juntos como antes y siento una mezcla de alivio y tristeza.

¿De verdad merece la pena perseguir nuestros sueños si eso significa perder lo que más queremos? ¿Cuántas familias habrán pasado por lo mismo sin atreverse a contarlo?