Sin cuna, sin pañales: El regreso a casa que nunca imaginé

—¿Pero cómo que no has comprado nada? —grité, con la voz rota y el cuerpo aún dolorido por el parto, mientras sostenía a Lucía, mi hija recién nacida, envuelta en la manta del hospital. Alejandro me miró desde la puerta, con la corbata torcida y el móvil pegado a la oreja. Su jefe le gritaba al otro lado de la línea, y él solo levantó una mano, pidiéndome silencio.

No había cuna. No había cambiador. Ni siquiera un paquete de pañales o una toallita húmeda. La habitación que habíamos pintado juntos durante el embarazo seguía vacía, salvo por unas cajas de mudanza y una lámpara rota. El olor a polvo y a promesas incumplidas me golpeó más fuerte que cualquier contracción.

—Mañana lo soluciono, de verdad —susurró Alejandro cuando colgó el teléfono, evitando mi mirada—. Es que en el trabajo… ya sabes cómo está todo.

No, no lo sabía. O quizá sí, pero no quería aceptarlo. Había insistido durante meses en que pidiera unos días libres para el nacimiento de nuestra hija. Pero su jefe, don Ramón, era de esos que creen que la vida personal es un lujo para los débiles. «En España hay que currar si quieres comer», repetía Alejandro como si fuera un mantra heredado de otra época.

Me senté en el sofá, con Lucía llorando en mis brazos. Sentí una rabia sorda, mezclada con miedo y una tristeza tan profunda que me ahogaba. Mi madre había muerto hacía dos años y mi padre vivía en un pueblo de Soria, demasiado lejos para venir a ayudarme. Mi suegra, Carmen, nunca aprobó mi relación con Alejandro y apenas me dirigía la palabra.

Esa noche improvisé una cuna con una caja de cartón y una manta vieja. Me senté a su lado, vigilando cada respiración de Lucía mientras Alejandro tecleaba en el portátil desde la cocina. No cenamos juntos. No hablamos. Solo el sonido del teclado y los sollozos de mi hija llenaban el piso.

Al día siguiente, cuando Alejandro se fue temprano al trabajo sin despedirse, me sentí más sola que nunca. Llamé a mi amiga Marta entre lágrimas:

—No puedo más —le confesé—. No sé cómo voy a hacerlo sola.

Marta llegó una hora después con bolsas llenas de pañales, toallitas y un peluche rosa. Me abrazó fuerte y lloramos juntas. Me ayudó a bañar a Lucía en el fregadero y a organizar lo poco que teníamos. Fue ella quien me animó a pedir ayuda en el grupo de madres del barrio.

—No tienes por qué hacerlo todo sola —me dijo—. Aquí estamos para apoyarnos.

Pero yo no quería ser «esa madre» que no puede con todo. En España se espera que las mujeres seamos fuertes, resolutivas, capaces de criar hijos y mantener la casa impecable aunque el mundo se desmorone a nuestro alrededor.

Las semanas pasaron entre noches en vela y días interminables. Alejandro cada vez llegaba más tarde y más cansado. Cuando le pedía ayuda, respondía con evasivas:

—¿No puedes esperar un poco? Estoy agotado.

Una noche, mientras cambiaba a Lucía sobre la mesa del comedor porque seguíamos sin cambiador, exploté:

—¿Sabes lo que es estar sola todo el día? ¿Sabes lo que es no dormir ni dos horas seguidas? ¡Esto también es tu hija!

Alejandro me miró como si yo fuera una desconocida:

—Estoy haciendo lo que puedo. ¿Qué más quieres de mí?

Quería tantas cosas… Quería sentirme acompañada, apoyada, querida. Quería que mi hija tuviera un padre presente, no solo un proveedor ausente.

Empecé a salir más con Lucía al parque para no volverme loca entre las cuatro paredes del piso. Allí conocí a otras madres: Ana, divorciada y luchadora; Pilar, madre de tres hijos y siempre sonriente; Teresa, recién llegada de Galicia y tan perdida como yo. Compartíamos historias, consejos y lágrimas bajo los plátanos del barrio.

Un día, mientras tomábamos café en un banco del parque, Ana me preguntó:

—¿Has pensado en irte unos días a casa de tu padre? A veces alejarse ayuda a ver las cosas claras.

La idea me rondó la cabeza toda la tarde. Cuando Alejandro llegó esa noche y ni siquiera preguntó por Lucía antes de encerrarse en el despacho, tomé una decisión.

A la mañana siguiente preparé una maleta pequeña y llamé a mi padre:

—Papá, ¿puedo ir unos días contigo? Necesito descansar.

Él no dudó ni un segundo:

—Claro que sí, hija. Aquí tienes tu casa.

Cuando Alejandro vio la maleta junto a la puerta se quedó pálido:

—¿Te vas?

—Necesito ayuda —le dije con voz firme—. Y tú no estás aquí.

No discutió. Solo asintió y volvió al despacho como si nada hubiera pasado.

En casa de mi padre encontré la paz que tanto necesitaba. Él me ayudó con Lucía, cocinó para mí y me escuchó sin juzgarme. Me recordó quién era antes de perderme entre pañales sucios y silencios incómodos.

Después de una semana volví al piso con fuerzas renovadas y una decisión tomada: si Alejandro no cambiaba, yo tampoco iba a seguir igual. Empecé terapia online para madres recientes y busqué trabajo a media jornada para recuperar mi independencia.

Una noche, después de acostar a Lucía, me senté frente a Alejandro:

—O cambias tú también o esto se acaba —le dije sin temblar—. No quiero criar a nuestra hija sola mientras tú vives como si nada hubiera cambiado.

Por primera vez en meses vi miedo en sus ojos. Y también algo parecido al arrepentimiento.

No sé qué pasará mañana ni si Alejandro será capaz de cambiar realmente. Pero sí sé que ya no tengo miedo de estar sola ni de pedir ayuda cuando la necesito.

A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres en España viven esta misma soledad tras el parto? ¿Por qué seguimos callando cuando deberíamos gritar juntas?