Entre Dos Fuegos: La Herida Que No Cierra

—¿Por qué la has vestido así? —La voz de mi madre, Carmen, retumbó en la habitación del hospital, donde aún olía a desinfectante y a miedo. Mi padre, Antonio, ni siquiera esperó a que respondiera.

—Siempre igual, Carmen. Si no fuera por ti, nuestra hija sabría lo que es el buen gusto —replicó él, cruzando los brazos y mirando a Valentina como si fuera un trofeo en disputa.

Yo, exhausta tras el parto y con Valentina dormida en mi pecho, sentí cómo la vieja tensión volvía a apretar mi estómago. No era la primera vez que discutían delante de mí, pero sí la primera vez que lo hacían delante de mi hija. Me pregunté si algún día podría romper ese ciclo.

Mis padres se divorciaron hace dos años, después de veinte años de gritos ahogados y silencios venenosos en nuestro piso de Vallecas. Recuerdo las noches en las que me tapaba los oídos para no escuchar cómo se culpaban mutuamente por todo: por el dinero que faltaba, por las notas del colegio, por mi carácter reservado. «Eres igual que tu padre», me decía mi madre cuando me encerraba en mi cuarto. «Tienes el genio de tu madre», soltaba mi padre cuando me atrevía a contestar.

Pensé que el divorcio sería una liberación para todos. Pero me equivoqué. Ahora, su rivalidad se ha convertido en una competición absurda por ser el mejor abuelo. Mi madre aparece cada mañana con bolsas llenas de ropa rosa y peluches enormes. Mi padre llega por las tardes con cuentos y promesas de llevar a Valentina al Bernabéu cuando sea mayor. Ninguno pregunta cómo estoy yo.

Una tarde, mientras intentaba dormir a Valentina, escuché a mi madre hablando por teléfono en la cocina:

—Antonio no tiene ni idea de cómo cuidar a una niña. Si fuera por él, la cría acabaría comiendo pizza todos los días…

Al día siguiente, mi padre me llevó aparte:

—No dejes que tu madre te manipule. Ya sabes cómo es. Si necesitas ayuda de verdad, llámame a mí.

Me sentí como una cuerda en un tira y afloja interminable. Mi pareja, Sergio, intenta mediar, pero acaba tan agotado como yo. «No podemos permitir que esto afecte a Valentina», me dice cada noche mientras recogemos los juguetes que han traído los abuelos.

Pero ¿cómo evitarlo? El bautizo fue un campo de batalla. Mi madre insistió en invitar a toda su familia; mi padre exigió que su hermano fuera el padrino. Acabaron discutiendo delante del cura y yo tuve que salir corriendo con Valentina en brazos para evitar que presenciara el espectáculo.

A veces me pregunto si mis padres alguna vez me quisieron más que se odiaban entre ellos. Recuerdo una Navidad especialmente dura: tenía diez años y les pedí una bicicleta. Mi madre me regaló una rosa; mi padre, una azul. Discutieron durante horas sobre cuál era mejor para mí. Al final, no quise montar ninguna.

Ahora temo que Valentina crezca atrapada en esa misma guerra fría. He intentado hablar con ellos:

—Por favor, dejad de pelearos delante de la niña. No quiero que pase por lo mismo que yo.

Mi madre se ofende:

—¿Estás diciendo que soy mala abuela?

Mi padre se pone a la defensiva:

—¿Vas a prohibirme ver a mi nieta?

No entienden que no se trata de ellos, sino de Valentina… y de mí. Porque cada vez que discuten, vuelvo a ser esa niña asustada que solo quería un poco de paz.

El otro día, mientras paseaba con Valentina por el Retiro, vi a una familia sentada en el césped: abuelos, padres e hijos riendo juntos. Sentí una punzada de envidia y rabia. ¿Por qué nosotros no podemos ser así? ¿Por qué mis padres necesitan ganar siempre?

He pensado en alejarme, mudarme lejos para proteger a mi hija. Pero entonces me siento culpable: ¿tengo derecho a privarla de sus abuelos? ¿O es más cruel dejarla crecer entre reproches y competencia?

A veces sueño con una conversación imposible:

—Mamá, papá… ¿podéis dejar vuestras diferencias y pensar solo en Valentina?

Pero despierto y sé que eso no va a pasar. Así que sigo adelante, intentando construir una familia diferente para mi hija, aunque tenga que hacerlo sola.

¿Es posible romper el ciclo? ¿O estamos condenados a repetir los errores de nuestros padres? ¿Qué haríais vosotros en mi lugar?