Toda una vida entregada: Cuando los padres se van y el vacío lo ocupa todo
—¿Y ahora qué, Carmen? —me pregunté en voz alta, sentada en la cocina vacía, con la taza de café temblando entre mis manos. El reloj marcaba las siete y media, la hora a la que siempre preparaba el desayuno para mis padres. Pero ya no estaban. El silencio era tan denso que casi podía cortarlo con un cuchillo.
Recuerdo perfectamente el día en que todo cambió. Tenía veinticuatro años y acababa de conseguir mi primer trabajo serio en una gestoría del centro de Madrid. Mi madre me llamó llorando: “Carmen, tu padre se ha caído otra vez. No puedo sola”. Dejé todo y cogí el primer tren a Toledo. Pensé que sería solo por unos días, hasta que papá se recuperara. Pero los días se convirtieron en semanas, las semanas en meses, y los meses en años. Mi vida quedó suspendida en ese instante.
—¿No piensas volver a Madrid? —me preguntó mi amiga Lucía por teléfono una tarde de otoño.
—No puedo dejarles solos, Lucía. Mamá está agotada y papá cada vez peor.
—Pero tú también tienes derecho a vivir, Carmen…
No supe qué responderle. ¿Acaso no era eso vivir? ¿Cuidar de los tuyos cuando más te necesitan? En mi familia siempre se había entendido así. Mi abuela cuidó de su madre hasta el final, mi madre de la suya… Yo solo seguía la tradición, aunque a veces sentía que me ahogaba bajo el peso de tanta responsabilidad.
Los años pasaron volando. Mis amigas se casaban, tenían hijos, viajaban. Yo veía sus fotos en las redes sociales mientras preparaba la medicación de papá o acompañaba a mamá al ambulatorio. A veces me preguntaba cómo habría sido mi vida si hubiera tomado otro camino, pero enseguida me sentía culpable por siquiera pensarlo.
—¿Nunca has querido tener hijos? —me preguntó mi tía Rosario en una comida familiar.
—No ha surgido —mentí, mientras apartaba la mirada.
La verdad era que sí lo había querido. Pero entre las visitas al hospital, las noches en vela y las discusiones familiares sobre quién hacía más o menos por los abuelos, no hubo espacio para nada más. Mi hermano Luis se fue a Barcelona “por trabajo”, pero todos sabíamos que era para huir de la carga. Yo no pude hacerlo.
Cuando papá murió, sentí un alivio que me llenó de vergüenza. Mamá se vino abajo y yo tuve que ser más fuerte que nunca. Me convertí en su sombra, su enfermera, su confidente. Los días eran todos iguales: levantarla, asearla, preparar la comida, ponerle la radio con sus coplas favoritas…
A veces discutíamos.
—Carmen, ¿por qué no sales un poco? —me decía ella.
—¿Y dejarte sola? Ni hablar.
—No quiero ser una carga…
—No digas tonterías, mamá.
Pero sí lo era. Y yo también lo era para mí misma.
Hace dos meses mamá se fue mientras dormía. La encontré por la mañana, con una expresión serena que hacía años no le veía. Lloré como nunca antes había llorado. Lloré por ella, por papá, por mí misma y por todo lo que nunca sería.
Desde entonces, la casa es un mausoleo lleno de recuerdos y silencios incómodos. Los vecinos me saludan con lástima cuando bajo a comprar el pan. Mi hermano viene de vez en cuando, pero no sabe qué decirme. “Tienes que rehacer tu vida”, repite como un mantra vacío.
Pero ¿cómo se rehace una vida que nunca fue realmente tuya?
He intentado buscar trabajo, pero todo ha cambiado tanto… Me siento fuera de lugar en las entrevistas, como si hablara otro idioma. Mis amigas tienen sus propias familias y apenas nos vemos. A veces paseo por el parque donde solía ir con mis padres y me siento invisible entre la gente.
El otro día encontré una caja con cartas antiguas que escribí a un novio que tuve cuando era joven, Miguel Ángel. Le contaba mis sueños de viajar a París, de tener una librería pequeña en Malasaña… Me eché a llorar al leerlas. ¿En qué momento dejé de soñar?
La soledad pesa más cuando no tienes a quién cuidar ni quién te cuide. Echo de menos hasta las discusiones con mamá sobre qué canal ver en la tele o si había puesto suficiente sal en el cocido.
A veces pienso en vender la casa e irme a otra ciudad, empezar de cero. Pero luego me asusta la idea de dejar atrás lo único que conozco. ¿Y si no encuentro mi sitio? ¿Y si ya es demasiado tarde?
Hoy he decidido escribir mi historia porque sé que no soy la única. En España somos muchas las mujeres que hemos entregado nuestra vida a los demás sin darnos cuenta de que también merecíamos vivir la nuestra. Nos enseñaron a cuidar, a sacrificarnos, a ser fuertes… pero nadie nos enseñó a ser felices por nosotras mismas.
¿Y ahora qué hago con todo este amor que me sobra? ¿Cómo se aprende a vivir para una misma después de toda una vida viviendo para los demás? ¿Alguien más siente este vacío tan grande?