Hasta que deje a ese hombre: el precio de una madre

—¡No, Lucía! ¡Esta vez no! —grité, con la voz quebrada y el alma hecha trizas, mientras mi hija me miraba desde el otro lado de la mesa de la cocina. El olor a café frío y a pan tostado quemado llenaba el aire, pero lo único que sentía era el peso insoportable de la decepción.

Lucía apretó los labios y bajó la mirada hacia sus manos, que jugaban nerviosas con la taza. —Mamá, solo te pido ayuda para este mes. Sergio está buscando trabajo, de verdad…

—¿Buscando trabajo? —interrumpí, casi escupiendo las palabras—. Lleva un año «buscando» y lo único que ha encontrado son excusas. ¿Sabes cuántas veces he visto a ese hombre salir de casa antes del mediodía? ¡Ninguna!

El silencio se hizo denso entre nosotras. Mi marido, Antonio, escuchaba desde el pasillo, fingiendo leer el periódico. Yo sabía que estaba tan harto como yo, pero siempre me dejaba a mí ser la mala de la película.

Lucía se secó una lágrima con el dorso de la mano. —No es tan fácil, mamá. Hay cosas que no entiendes…

—¡Explícamelas! —le reté—. Porque lo que veo es que tú te matas cuidando a los niños, haciendo malabares con la baja maternal y las facturas, mientras él… ¿qué hace él, Lucía? ¿Juega a la PlayStation? ¿Ve partidos del Madrid con sus amigos?

Ella tragó saliva y me miró con esos ojos grandes que siempre han sido mi debilidad. —Sergio está deprimido. No lo dice, pero yo lo sé. Desde que le despidieron en la fábrica no ha levantado cabeza.

—¿Y tú? ¿Quién te cuida a ti? —pregunté, sintiendo cómo se me rompía algo por dentro—. ¿Quién te recoge cuando llegas al límite?

La conversación quedó flotando en el aire como una amenaza. Me levanté bruscamente y fui a la ventana. Desde allí veía el parque donde jugaba mi nieto mayor, Pablo, con su chaqueta roja y los cordones desatados. Me dolía pensar que esos niños crecían en una casa donde el esfuerzo era solo cosa de su madre.

Antonio entró en la cocina y me puso una mano en el hombro. —Carmen, no te pongas así…

Me giré hacia él, furiosa. —¿Y qué quieres que haga? ¿Seguir dándoles dinero mientras Sergio se tumba en el sofá? ¡No! Hasta aquí hemos llegado.

Lucía se levantó despacio y recogió su bolso. —Me voy, mamá. No quiero discutir más.

La vi salir por la puerta y sentí un vacío helado en el pecho. Antonio suspiró y se sentó a mi lado.

—¿No crees que has sido demasiado dura?

—¿Demasiado dura? —repetí—. ¿O demasiado blanda durante demasiado tiempo?

Esa noche no pude dormir. Daba vueltas en la cama pensando en Lucía, en los niños, en Sergio… Recordaba cuando era pequeña y venía corriendo a enseñarme sus dibujos del colegio. Siempre fue fuerte, pero ahora la veía apagada, como si llevara una losa encima.

A la mañana siguiente recibí un mensaje suyo: “Mamá, lo siento por ayer. No sé qué hacer”.

Me senté en la mesa del salón y le respondí con el corazón encogido: “Tienes que decidir qué vida quieres para ti y para tus hijos. Yo siempre estaré aquí, pero no puedo seguir ayudando si tú no te ayudas primero”.

Pasaron días sin noticias suyas. Antonio y yo discutíamos cada noche sobre si habíamos hecho bien o mal. Él decía que era nuestra hija y que nunca deberíamos cerrarle la puerta; yo sentía que si seguíamos rescatándola, nunca saldría de ese pozo.

Una tarde, mientras preparaba lentejas para cenar, sonó el timbre. Era Lucía, con los ojos hinchados y los niños cogidos de la mano.

—¿Puedo pasar? —preguntó con voz temblorosa.

Asentí y les abracé a todos. Nos sentamos en el sofá y ella empezó a hablar:

—He hablado con Sergio. Le he dicho que así no podemos seguir. Que o cambia o… o me voy con los niños a casa de mis padres hasta que encuentre trabajo estable.

Sentí una mezcla de alivio y tristeza. Nadie quiere ver a su hija romper su familia, pero tampoco puedes verla hundirse por culpa de alguien que no lucha por ella.

—¿Y qué ha dicho él? —pregunté.

—Se ha enfadado mucho al principio. Me ha dicho que le traiciono, que no le apoyo… Pero luego se ha puesto a llorar. Me ha prometido que irá al médico y buscará ayuda para la depresión.

Antonio intervino entonces:

—Lucía, hija, lo importante es que tú estés bien. Si Sergio quiere cambiar, nosotros le apoyaremos también… pero tienes que pensar primero en ti y en los niños.

Lucía asintió, abrazando a Pablo y a Martina contra su pecho.

Esa noche cenamos juntos como hacía tiempo no hacíamos. Pero yo sabía que nada estaba resuelto del todo; solo habíamos dado un paso hacia adelante en un camino lleno de piedras.

Ahora escribo esto sentada en mi cocina vacía mientras escucho las risas de mis nietos desde el pasillo. Me pregunto si he sido demasiado dura o si era necesario para salvar a mi hija de sí misma… ¿Hasta dónde debe llegar una madre para proteger a sus hijos? ¿Vosotros qué haríais en mi lugar?