Culpas Cruzadas: El Hambre de Lucía
—¿Y ahora qué quieres que haga, Sonia? —le grité desde la puerta de mi cocina, con las manos aún húmedas del agua jabonosa y el corazón latiendo como un tambor desafinado.
Sonia estaba allí, plantada en el umbral, con los ojos rojos y la barbilla temblorosa. Sostenía a Lucía, su hija de apenas cinco años, que me miraba con una mezcla de miedo y hambre. La niña llevaba el mismo abrigo raído de siempre, ese que ya no abrigaba nada. Sonia no contestó; solo apretó a Lucía contra su pecho y me lanzó una mirada que dolía más que cualquier palabra.
No era la primera vez que venía a mi casa pidiendo ayuda. Pero esta vez había algo distinto en su actitud, una rabia contenida, un resentimiento que no entendía. Mi marido, Andrés, apareció detrás de mí, con el ceño fruncido y los hombros caídos. Sabía que odiaba estas escenas, pero también sabía que no podía mirar hacia otro lado.
—Marta, ¿puedes darle algo de comer a la niña? —me pidió él en voz baja, casi suplicando.
Sentí una punzada de rabia. ¿Por qué siempre tenía que ser yo la que solucionara los problemas de Sonia? ¿Por qué nadie le decía la verdad a la cara? Pero fui a la despensa y saqué lo poco que quedaba: un paquete de galletas María y un brick de leche. Se lo di a Lucía, que lo aceptó con una sonrisa tímida.
Sonia se quedó mirando el suelo. —No sé qué haría sin vosotros —murmuró.
Quise decirle que sí lo sabía, que siempre encontraba la manera de sobrevivir, aunque fuera a costa de los demás. Pero me mordí la lengua. No era el momento.
La tensión en casa era insoportable desde hacía meses. Todo empezó cuando Sonia confesó que Lucía no era hija de su marido, sino de otro hombre con el que había tenido una aventura fugaz. Su marido la echó de casa y ella volvió al piso de su madre en Vallecas, pero la situación allí era insostenible: demasiadas bocas para tan poco pan. Desde entonces, Sonia iba saltando de casa en casa, pidiendo favores y acumulando resentimientos.
Andrés estaba destrozado. Sonia era su única hermana y sentía que debía protegerla, pero también estaba cansado de sus mentiras y manipulaciones. Yo intentaba mantenerme al margen, pero era imposible. Cada vez que Sonia venía a casa, traía consigo una nube negra que lo cubría todo.
Una noche, después de cenar, Andrés y yo discutimos por enésima vez.
—No puedo más —le dije—. No es justo que siempre tengamos que cargar con los errores de tu hermana.
—Es mi familia —respondió él, con voz cansada—. ¿Qué quieres que haga? ¿Que la deje en la calle?
—No, pero tampoco puedo permitir que nos arrastre con ella. Lucía no tiene la culpa, pero Sonia sí. Y tú también por no ponerle límites.
Andrés se levantó bruscamente y salió al balcón a fumar. Me quedé sola en el salón, mirando las fotos familiares en la pared: nuestra boda en Toledo, las vacaciones en Asturias, la comunión de nuestro hijo Pablo. Todo parecía tan lejano ahora.
Al día siguiente, Sonia volvió. Esta vez venía alterada, casi fuera de sí.
—¡Eres una egoísta! —me gritó nada más entrar—. ¡Por tu culpa mi hija pasa hambre! Si tú me ayudaras más, si no me dieras la espalda…
Me quedé helada. ¿Por mi culpa? ¿Ahora yo era la responsable de sus desgracias?
—Sonia, basta ya —le dije con voz firme—. Yo te he ayudado siempre que he podido. Pero no puedes venir aquí a culparme de tus problemas. Tienes que asumir tus errores.
Ella rompió a llorar y se dejó caer en una silla. Lucía se escondió detrás de sus piernas. Sentí lástima por la niña, pero también rabia por la injusticia de sus palabras.
—No entiendes nada —sollozó Sonia—. Nadie me entiende. Todos me juzgáis…
Me acerqué despacio y le puse una mano en el hombro.
—No te juzgo, Sonia. Pero tienes que buscar ayuda profesional. No puedes seguir así, arrastrando a Lucía por todas partes.
Ella me apartó bruscamente.
—¡No necesito psicólogos ni asistentes sociales! Lo único que necesito es que mi familia me apoye…
En ese momento entró Andrés y vio la escena. Se acercó a su hermana y le habló con dulzura:
—Sonia, Marta tiene razón. No podemos seguir así. Tienes que buscar ayuda…
Pero Sonia no escuchaba. Se levantó y salió corriendo del piso, arrastrando a Lucía tras ella.
Esa noche no pude dormir. Me sentía culpable por no haber hecho más, pero también enfadada por ser el chivo expiatorio de todos los males familiares. Andrés tampoco pegó ojo; lo oí llorar en silencio en el baño.
Pasaron los días y no supimos nada de Sonia ni de Lucía. Llamamos a su madre, preguntamos a los vecinos… Nadie sabía nada. El miedo se instaló en nuestro hogar como un huésped indeseado.
Una tarde recibí una llamada del colegio de Lucía: hacía tres días que no iba a clase. El corazón se me encogió.
Finalmente, Sonia apareció una semana después, demacrada y derrotada. Había dormido en un albergue con Lucía porque ya nadie quería acogerlas.
—Lo siento —me dijo entre lágrimas—. Tenías razón… Necesito ayuda.
La abracé fuerte y sentí cómo todo el rencor se deshacía dentro de mí. Llamamos juntas a servicios sociales y empezamos el largo camino hacia la recuperación.
Ahora miro atrás y me pregunto: ¿Cuántas familias se rompen por no saber pedir ayuda? ¿Cuántos niños sufren por los errores de los adultos? ¿Y cuántas veces cargamos culpas ajenas sin atrevernos a decir basta?