Extraña en mi propia casa: El precio de un sacrificio

—¿Mamá? ¿Qué haces aquí tan temprano? —La voz de Lucía, mi hija mayor, suena fría, casi sorprendida, mientras me mira desde el umbral de su piso en Chamberí. Llevo dos maletas y una bolsa con regalos que compré en Ginebra, pensando que serían una bienvenida alegre. Pero ella no sonríe. Detrás de ella, escucho el murmullo de su pareja, Sergio, preguntando quién llama a la puerta.

Me quedo quieta, sintiendo cómo el peso de los años y la distancia se me clava en los hombros. Han pasado veinte años desde que me fui a trabajar como interna a Suiza. Veinte años limpiando casas ajenas, ahorrando cada euro para enviarles dinero y, finalmente, comprarles a Lucía y a mi hijo menor, Álvaro, un piso a cada uno. Soñaba con este momento: volver a Madrid y sentirme de nuevo parte de mi familia.

—He venido… a quedarme unos días —balbuceo, intentando mantener la voz firme—. Pensé que podríamos pasar tiempo juntas.

Lucía baja la mirada y se aparta el pelo del rostro. —Es que… ahora no es buen momento, mamá. Sergio está teletrabajando y yo tengo mucho lío con el máster. ¿Por qué no llamaste antes de venir?

Me quedo muda. ¿Llamar antes? ¿A mi propia hija? Siento una punzada de vergüenza y dolor. Aprieto las manos sobre el asa de la maleta y sonrío forzadamente.

—No quería molestar —susurro.

—Mira, si quieres puedes dejar las maletas aquí unas horas, pero luego… mejor hablamos con Álvaro, ¿vale? Él tiene más espacio —dice Lucía, cerrando la puerta tras de sí para que no vea el interior del piso.

Camino por la calle Fuencarral con las maletas rodando tras de mí. El bullicio de Madrid me resulta ajeno, como si fuera una turista en mi propia ciudad. Llamo a Álvaro. Tarda en contestar.

—¿Mamá? ¿Qué pasa? Estoy en el trabajo —dice con voz apresurada.

—He vuelto… Pensé que podríamos vernos. Quizá quedarme contigo unos días —le digo, intentando sonar alegre.

—¿Ahora? Es que estoy liado… Además, ya sabes que comparto piso con Marcos y no hay mucho sitio. ¿Por qué no te quedas en un hostal hasta que organices algo?

Cuelgo antes de que escuche cómo se me quiebra la voz. Me siento en un banco y miro las manos: arrugadas, manchadas por los años de limpieza y frío suizo. Recuerdo cuando Lucía era pequeña y me pedía que le cantara nanas antes de dormir; cuando Álvaro corría por el parque del Retiro y yo le perseguía riendo. ¿En qué momento se rompió todo?

Esa noche duermo en un hostal barato cerca de Atocha. El colchón es duro y la habitación huele a humedad. Miro el móvil esperando un mensaje de mis hijos, pero solo llegan notificaciones del banco y ofertas de supermercados. Me siento invisible.

Al día siguiente decido ir al piso que compré para Lucía. Llamo al timbre varias veces hasta que Sergio abre la puerta.

—¿Otra vez aquí? Lucía está en clase —dice sin mirarme a los ojos.

—Solo quiero hablar con ella…

—Mira, lo mejor es que hables con ella por WhatsApp. Ahora mismo no es buen momento —me interrumpe, cerrando la puerta suavemente pero con firmeza.

Salgo al portal y me siento en las escaleras. Una vecina mayor me mira con curiosidad.

—¿Le pasa algo, señora? —pregunta.

—He vuelto después de muchos años fuera… pero parece que ya no tengo sitio aquí —respondo sin poder evitar las lágrimas.

La mujer asiente con tristeza.—Eso pasa mucho ahora. Los hijos hacen su vida y se olvidan de quién les dio todo.

Paso los días recorriendo Madrid: el Retiro, la Gran Vía, Lavapiés… Todo ha cambiado. Los bares donde solía tomar café con mis amigas ya no existen; las tiendas han cerrado o son franquicias impersonales. Me siento una extraña en mi propia ciudad.

Una tarde decido ir al cementerio donde está enterrada mi madre. Me arrodillo ante su tumba y le hablo como cuando era niña:

—Mamá, ¿en qué fallé? Trabajé tanto para darles lo mejor… ¿Por qué ahora me siento tan sola?

El viento mueve las hojas secas y me responde con silencio.

Días después recibo un mensaje de Lucía: “Mamá, lo siento si te hice sentir mal. Pero tienes que entender que ahora tenemos nuestras vidas”.

Leo y releo el mensaje hasta que las palabras pierden sentido. ¿Acaso no soy parte de sus vidas? ¿No merezco un rincón en el hogar que ayudé a construir?

Decido buscar trabajo como cuidadora de ancianos. En una entrevista, una mujer llamada Carmen me pregunta:

—¿Por qué quiere este trabajo si ya está jubilada?

—Porque necesito sentirme útil… y porque no tengo a dónde ir —respondo sinceramente.

Carmen me contrata para cuidar a su madre enferma en un piso antiguo del barrio Salamanca. La señora apenas habla, pero cuando le doy la mano me mira con ternura. Por primera vez desde mi regreso siento algo parecido al calor del hogar.

Un domingo por la tarde recibo una llamada inesperada de Álvaro:

—Mamá… he estado pensando. Si quieres puedes venir unos días a casa. No es mucho sitio, pero…

—Gracias, hijo —le interrumpo antes de que cambie de opinión.

Cuando llego al piso compartido de Álvaro, Marcos me saluda con amabilidad y me ofrece un té. Álvaro parece incómodo al principio, pero poco a poco hablamos del pasado: de los veranos en Galicia, de los cumpleaños sin mí porque estaba trabajando fuera…

—¿Por qué te fuiste tanto tiempo? —me pregunta finalmente.

—Para daros lo que yo nunca tuve —respondo con lágrimas en los ojos—. Pero ahora veo que quizá os di cosas materiales y os quité lo más importante: mi presencia.

Álvaro me abraza torpemente. Siento su calor y lloro en silencio.

Hoy sigo sin tener un hogar propio. Trabajo cuidando ancianos y visito a mis hijos cuando puedo. No sé si algún día recuperaré el lugar perdido en sus vidas, pero he aprendido algo: el sacrificio no siempre se agradece como uno espera, y a veces el amor necesita más presencia que regalos materiales.

¿Vosotros qué pensáis? ¿Se puede recuperar el tiempo perdido con los hijos? ¿O hay heridas que nunca sanan?