Cuando la maternidad duele: Confesiones de Carmen desde Valladolid
—¿Y ahora qué, Carmen? —me pregunté en voz baja, sentada en el borde de la cama, mientras la luz de la mañana se colaba tímida por las persianas. El silencio era tan denso que podía escuchar el latido de mi propio corazón. A mi lado, la almohada de Andrés seguía intacta; hacía meses que dormía en el sofá, alegando dolores de espalda, pero yo sabía que era otra cosa. Quizá el hastío, quizá la costumbre.
Me levanté despacio, arrastrando las zapatillas por el pasillo. El eco de mis pasos me devolvía a una realidad que nunca imaginé: la casa vacía, los cuartos de mis hijos convertidos en almacenes de recuerdos. Marta vive en Madrid, apenas llama; Diego se fue a Barcelona con su novia y sólo manda mensajes cortos; Lucía está en Salamanca, estudiando Medicina y siempre tiene prisa. Yo, Carmen, la madre que nunca faltó a una tutoría ni a un partido de fútbol, ahora soy un nombre más en sus agendas apretadas.
El teléfono sonó. Mi corazón dio un brinco. Era Lucía:
—Mamá, ¿me puedes enviar el libro de Anatomía? Lo he olvidado en casa.
—Claro, hija. ¿Cómo estás? —intenté sonar animada.
—Bien, bien… Tengo prisa, luego hablamos. Gracias.
La llamada duró menos de un minuto. Me quedé mirando el móvil, sintiendo cómo una punzada me atravesaba el pecho. ¿Eso era todo lo que quedaba entre nosotras? ¿Un recado rápido?
En la cocina, preparé café para dos por costumbre. Andrés entró sin mirarme.
—¿Has visto mis llaves?
—Están en la entrada, donde siempre —respondí, intentando no sonar herida.
Él asintió y salió sin despedirse. El portazo retumbó como una sentencia. Me senté frente a la taza vacía del café que nunca tomaría nadie más que yo.
Recordé cuando la casa estaba llena de risas y gritos: las peleas por el mando de la tele, los disfraces improvisados en Carnaval, las cenas caóticas de los viernes. Yo era el centro de todo. Ahora soy un satélite girando alrededor de recuerdos que nadie más parece necesitar.
Salí al mercado para distraerme. Saludé a Pilar, la frutera:
—¿Y los chicos? —preguntó con su sonrisa habitual.
—Fuera… Ya sabes, cada uno con su vida —respondí, forzando una sonrisa.
—Eso es bueno, Carmen. Así debe ser —dijo ella.
Pero yo no estaba tan segura. ¿De verdad así debía ser? ¿Acaso nadie habla del vacío que queda cuando los hijos se van? En la cola del pan escuché a dos mujeres hablar de sus nietos y sentí una punzada de envidia. Yo aún no tenía nietos ni planes para tenerlos cerca.
Al volver a casa, me encontré con una carta en el buzón: era una invitación para la jubilación anticipada en el colegio donde trabajé como administrativa durante veinte años. Otro capítulo que se cerraba sin mi permiso.
Por la tarde intenté llamar a Marta:
—Hola mamá, estoy en una reunión. ¿Te llamo luego?
—Claro, cariño… sólo quería oírte un poco.
—Luego te llamo —y colgó.
Me senté en el sofá y lloré en silencio. No era tristeza exactamente; era una mezcla amarga de nostalgia y rabia. Había dado todo por ellos y ahora me sentía invisible.
Esa noche, Andrés volvió tarde. Olía a vino y a tabaco. Se sentó frente a mí sin decir palabra. La televisión llenaba el silencio con voces ajenas.
—¿Te pasa algo? —preguntó él finalmente.
—Nada —mentí.
—No puedes seguir así, Carmen —dijo él, casi en un susurro—. Tienes que buscar algo para ti.
Me quedé mirándolo sorprendida. ¿Algo para mí? ¿Después de tantos años viviendo para otros?
Esa noche no dormí. Pensé en mis sueños olvidados: aprender a pintar, viajar sola a Galicia, escribir un libro sobre mi infancia en el pueblo. ¿Por qué nunca me permití pensar en mí?
Al día siguiente fui al centro cultural del barrio y me apunté a clases de acuarela. La profesora, Mercedes, tenía mi edad y una energía contagiosa.
—Aquí no importa si sabes o no sabes pintar —me dijo sonriendo—. Lo importante es que te atrevas.
Por primera vez en mucho tiempo sentí algo parecido a ilusión. Al volver a casa pinté durante horas; manché el mantel y me reí sola como una niña traviesa.
Poco a poco empecé a llenar mi vida con pequeñas cosas: paseos por el Pisuerga al atardecer, cafés con vecinas que apenas conocía antes, tardes enteras leyendo novelas que siempre pospuse por falta de tiempo.
Un día recibí una llamada inesperada:
—Mamá… ¿puedo ir este fin de semana? —era Diego.
—Claro que sí —respondí sin poder ocultar la emoción.
Cuando llegó, me abrazó fuerte:
—Te echo de menos —susurró.
Lloramos juntos en silencio. Entendí entonces que mis hijos también me necesitaban, aunque ya no fuera como antes.
Hoy sigo aprendiendo a vivir conmigo misma. No es fácil; hay días en los que la soledad duele como una herida abierta. Pero también hay días en los que descubro que aún tengo mucho por darme a mí misma.
A veces me pregunto: ¿Por qué nadie nos prepara para este vacío? ¿Por qué se habla tanto del amor maternal y tan poco del dolor cuando los hijos se van? ¿Alguna vez habéis sentido este hueco tan profundo? Me gustaría saber si no estoy sola.