Perdón a mi nuera: Lo que nunca supe ver bajo mi propio techo

—¿Otra vez has dejado los platos sin fregar, Lucía? —escupí las palabras como si fueran piedras, mientras el vapor de la olla empañaba mis gafas. Era una noche fría de enero en nuestro piso de Vallecas, y el silencio tras mi reproche pesaba más que el viento helado que se colaba por la ventana mal cerrada.

Lucía, con las manos aún húmedas de lavar a medias, me miró con esos ojos grandes y oscuros que siempre parecían pedir perdón por existir. No dijo nada. Solo bajó la cabeza y siguió fregando, como si mis palabras fueran parte del ruido habitual de la casa.

No era la primera vez. Desde que mi hijo Álvaro trajo a Lucía a vivir con nosotros, tras perder su trabajo en Barcelona y no poder pagar el alquiler, la tensión se había instalado en casa como un huésped más. Yo, Carmen, viuda desde hace quince años, siempre había llevado las riendas del hogar. Crié sola a mis hijos, Álvaro y Marta, después de que un accidente de tráfico me arrebatara a Juan. Aprendí a sobrevivir con poco y a exigir mucho. Quizá demasiado.

Álvaro era mi orgullo y mi debilidad. Cuando me dijo que se casaría con Lucía, una chica de barrio obrero, pensé que sería fuerte, como yo. Pero Lucía era distinta: callada, sensible, con una tristeza en la mirada que nunca supe descifrar. Al principio intenté acercarme, pero pronto me vi juzgando cada uno de sus gestos: cómo cocinaba, cómo limpiaba, cómo hablaba con Álvaro. Nada me parecía suficiente.

—Mamá, déjala en paz —me decía Álvaro algunas noches cuando discutíamos en voz baja en el pasillo—. Está haciendo lo que puede.

—¿Y yo? ¿Acaso no hago lo que puedo? —le respondía yo, sintiendo cómo la rabia me subía por dentro—. Esta casa no se limpia sola.

Marta, mi hija menor, apenas venía ya por casa. Decía que el ambiente era irrespirable. Y tenía razón. Pero yo no podía evitarlo. Sentía que todo lo que había construido se desmoronaba: mi autoridad, mi hogar, incluso mi relación con Álvaro. Y Lucía era el recordatorio constante de que ya no controlaba nada.

Una tarde de domingo, mientras preparaba cocido para todos, escuché a Lucía llorar en el baño. Me acerqué a la puerta y dudé en entrar. No lo hice. Me quedé escuchando su llanto ahogado y sentí una punzada de culpa. Pero enseguida la ahogué bajo una montaña de excusas: «Es demasiado sensible», «No sabe lo dura que es la vida».

Los meses pasaron y la situación empeoró. Álvaro empezó a llegar más tarde del trabajo y Lucía se encerraba en su cuarto durante horas. Yo me refugiaba en mis rutinas: limpiar, cocinar, ver los programas de la tarde en la tele. La casa estaba más limpia que nunca y más vacía que nunca.

Hasta que un día todo estalló. Era el cumpleaños de Álvaro y yo había preparado su plato favorito: tortilla de patatas. Lucía quiso ayudarme y le pedí que pelara las patatas. Las cortó demasiado gruesas y no pude evitar saltar:

—¿Pero no sabes ni pelar unas patatas? ¡Así no se hace! —grité delante de todos.

Lucía dejó el cuchillo sobre la mesa y salió corriendo al balcón. Marta me miró con desprecio y Álvaro salió tras su mujer sin decir palabra.

Esa noche apenas dormí. Me levanté varias veces para mirar si Lucía había vuelto al salón. No lo hizo. Al día siguiente, cuando fui a despertarles para desayunar, encontré su habitación vacía. Se habían ido.

Durante semanas no supe nada de ellos. Marta me llamó para decirme que estaban bien pero que necesitaban espacio. Yo me quedé sola en casa, rodeada del eco de mis propias palabras.

Pasaron meses antes de atreverme a llamar a Lucía. Ensayé mil veces lo que iba a decirle, pero cuando por fin contestó al teléfono solo pude balbucear:

—Perdóname… No supe hacerlo mejor.

Al otro lado hubo un silencio largo y luego una voz temblorosa:

—Yo tampoco…

Nos citamos en una cafetería cerca del Retiro. Lucía estaba más delgada y tenía ojeras profundas, pero me sonrió con timidez cuando me vio llegar.

—He pensado mucho en todo esto —le dije—. En cómo te traté… Y en lo sola que debiste sentirte aquí.

Lucía bajó la mirada y jugueteó con la taza de café.

—No fue fácil —admitió—. Pero sé que tú también estabas sola.

Nos quedamos calladas un rato, compartiendo ese dolor mudo que nunca supimos poner en palabras cuando vivíamos bajo el mismo techo.

Desde entonces intento cambiar. He aprendido a escuchar más y juzgar menos. Álvaro y Lucía han vuelto a visitarme algunas veces; incluso han traído a su hija pequeña, Sofía. Cuando veo a Lucía jugar con ella en el salón donde antes solo había reproches y silencios, siento una mezcla de alivio y tristeza por todo lo perdido.

A veces me pregunto: ¿Cuántas familias se rompen por orgullo o por miedo a mostrar debilidad? ¿Cuántas veces dejamos pasar la oportunidad de pedir perdón antes de que sea demasiado tarde?