Mi pequeña Lucía con su vestido de marca: ¿Soy realmente una mala madre?
—¿De verdad vas a llevar a Lucía al colegio con ese vestido, Carmen? —La voz de mi madre retumbó en la cocina, mientras yo intentaba peinar a mi hija antes de salir. El vestido era precioso, azul marino, con pequeños detalles dorados y una etiqueta que aún me daba cierto vértigo recordar cuánto costó. Pero era su cumpleaños, y yo quería que se sintiera especial.
—Mamá, es solo un vestido. Además, a Lucía le encanta —respondí, tratando de sonar segura, aunque por dentro sentía el peso de todas las miradas del pueblo sobre mis hombros.
Mi madre suspiró y negó con la cabeza. —No entiendo por qué tienes que hacer todo tan complicado. Aquí nunca hemos sido así. ¿No ves que la gente habla?
La gente hablaba, claro que sí. Desde que Lucía nació, con ese nombre que tanto me costó convencer a Juan —mi marido— de ponerle, todo parecía motivo de comentario. «¿Por qué no un nombre más tradicional?», «¿Por qué tanto capricho?», «¿Y esa ropa?». En nuestro pequeño pueblo de Castilla-La Mancha, donde todos se conocen y los secretos duran menos que una tormenta de verano, cualquier diferencia se convierte en escándalo.
Recuerdo la primera vez que llevé a Lucía al parque con un abrigo de marca. Las miradas de las otras madres, los susurros apenas disimulados. «Mira la Carmen, se cree mejor que nadie», decían. Yo solo quería proteger a mi hija del frío, pero parecía que cada prenda era una declaración de guerra.
Juan intentaba tranquilizarme por las noches. —No hagas caso, Carmen. La gente siempre habla. Tú solo piensa en Lucía.
Pero no era tan fácil. Mi hermana Ana fue la primera en decírmelo abiertamente:
—Carmen, te estás pasando. Los niños no necesitan tanto lujo para ser felices. ¿No ves que la estás aislando?
—¿Aislando? —repetí, dolida—. Solo quiero que tenga lo mejor.
—¿Y si lo mejor es simplemente jugar en el barro como todos los demás?
Me quedé callada. Miré a Lucía, tan feliz con su vestido nuevo, girando sobre sí misma frente al espejo. ¿Era yo la que necesitaba verla así? ¿O era ella la que realmente lo disfrutaba?
El día del cumpleaños fue aún peor. Había preparado una fiesta en casa, con globos dorados y una tarta enorme decorada con unicornios. Invité a todos los niños de la clase, pero solo vinieron tres. El resto puso excusas: que si tenían médico, que si estaban resfriados… Pero yo sabía la verdad. Las madres no querían que sus hijos vinieran a «la casa de la Carmen», donde todo era demasiado.
Esa noche, mientras recogía los restos de la fiesta y Lucía dormía abrazada a su peluche favorito, sentí una tristeza profunda. ¿Había cruzado una línea? ¿Estaba criando a una niña feliz o a una niña sola?
Al día siguiente, en la plaza del pueblo, me crucé con Teresa, la madre de Marcos.
—Carmen, ¿puedo hablar contigo un momento?
Asentí, aunque ya intuía por dónde irían los tiros.
—Mira, no es por ofenderte… pero algunas madres están preocupadas. Dicen que Lucía siempre va diferente, que si los vestidos, que si los juguetes… Los niños empiezan a notarlo y… bueno, ya sabes cómo son a veces.
—¿Qué quieres decir? —pregunté, sintiendo un nudo en el estómago.
—Que igual deberías dejarla ser más como los demás. No queremos que se sienta apartada.
Me marché sin responder. Esa noche discutí con Juan.
—¿Y si tienen razón? ¿Y si estoy haciendo daño a Lucía sin darme cuenta?
Juan me abrazó fuerte.
—Carmen, tú solo quieres lo mejor para ella. Pero quizá deberíamos escuchar un poco más lo que necesita Lucía y menos lo que queremos nosotros.
Esa frase me acompañó durante días. Empecé a observar más a mi hija: cómo jugaba sola en el recreo mientras los demás niños formaban grupos; cómo volvía del colegio sin apenas hablar de sus compañeros; cómo se aferraba a mí cuando notaba las miradas de los demás.
Una tarde me armé de valor y le pregunté:
—Lucía, ¿te gusta tu vestido nuevo?
Ella asintió tímidamente.
—¿Y te gustaría jugar más con los otros niños?
Lucía bajó la mirada y murmuró:
—A veces se ríen de mí porque dicen que soy rara.
Sentí un puñal en el pecho. Me arrodillé frente a ella y la abracé fuerte.
—Tú no eres rara, eres especial. Pero si prefieres ponerte otra ropa o jugar como ellos, solo tienes que decírmelo.
Lucía sonrió por primera vez en días y me pidió ir al parque con unos vaqueros y una camiseta sencilla. Aquella tarde jugó con los demás niños como nunca antes la había visto.
Desde entonces he intentado encontrar un equilibrio: dejarle elegir su ropa, escuchar sus deseos y no imponerle mis sueños ni mis miedos. A veces todavía siento las miradas del pueblo, pero ahora sé que lo importante es la felicidad de mi hija, no las opiniones ajenas.
A veces me pregunto: ¿cuántas veces confundimos el amor con el deseo de proteger demasiado? ¿Dónde está realmente el límite entre dar lo mejor y dejar ser? ¿Vosotros qué pensáis?