Promesas rotas en la casa del pueblo: El regreso que nunca fue

—¿De verdad no vais a venir? —mi voz tembló mientras sostenía el móvil con tanta fuerza que los nudillos se me pusieron blancos.

Al otro lado, Daniel suspiró. —Papá, lo hemos hablado mil veces. Lucía tiene su trabajo aquí, los niños están en el colegio… No podemos dejarlo todo para irnos al pueblo. No ahora.

Me quedé mirando por la ventana de la cocina, donde el sol de la tarde caía sobre los campos de trigo que yo mismo había visto crecer desde niño. La casa nueva, esa que levanté con cada euro ahorrado en las fábricas de Stuttgart, olía todavía a pintura fresca y promesas. Promesas que ahora se desmoronaban como yeso húmedo.

Cuando me fui a Alemania en el 2002, lo hice con una sola idea: volver algún día y reunir a mi familia bajo un mismo techo, en nuestra tierra. Cada noche, después del turno de noche, soñaba con la mesa grande llena de risas, con mis nietos corriendo por el patio y Lucía preparando tortilla en la cocina. Pero ahora, después de veinte años y una vida entera sacrificada por ese sueño, me encontraba solo en una casa demasiado grande para un solo hombre.

—Papá, no es tan fácil —insistió Daniel—. Además, tú tampoco eres tan mayor. Puedes venir a Madrid cuando quieras.

—¿Y la casa? ¿Y todo esto? —miro las paredes blancas, el salón vacío salvo por una foto de mi difunta esposa, Carmen, que me sonríe desde el aparador.

Silencio. Al fondo escucho la voz de Lucía: “Dile que lo sentimos”.

Cuelgo sin despedirme. Me siento en la silla de la cocina y dejo que el silencio me envuelva. El reloj marca las seis y media; en el pueblo ya casi nadie sale a la plaza a esa hora. Recuerdo cuando Carmen y yo paseábamos cogidos del brazo, saludando a los vecinos. Ahora apenas quedan cuatro gatos y todos son mayores que yo.

Esa noche ceno solo: un trozo de queso manchego y pan duro. La televisión murmura de fondo, pero no presto atención. Me asomo al balcón y veo las luces lejanas del pueblo. Me pregunto si alguien más estará tan solo como yo.

Al día siguiente, intento llenar el vacío con tareas: arreglo la verja del jardín, pinto una puerta, limpio el garaje. Pero cada rincón me recuerda que esto debía ser un hogar lleno de vida, no un mausoleo de sueños rotos.

Una tarde me cruzo con Pilar en la tienda del pueblo. Siempre fue amiga de Carmen.

—¿Qué tal, Tomás? ¿Ya tienes a los chicos aquí?

Trago saliva antes de responder.

—No… Al final se quedan en Madrid. Dicen que aquí no hay nada para ellos.

Pilar me mira con compasión y me toca el brazo.

—No eres el único. Mi hija también se fue a Valencia y apenas viene. Los pueblos se nos mueren, Tomás.

Salgo de la tienda con un nudo en la garganta. ¿De qué sirve tanto sacrificio si al final nadie quiere volver?

Esa noche llamo a Daniel otra vez. Esta vez contesta Lucía.

—Tomás, no queremos hacerte daño —dice con voz suave—. Pero nuestra vida está allí. Los niños tienen amigos, actividades… Aquí se aburrirían.

—¿Y yo? ¿No pensáis en mí? —mi voz suena más desesperada de lo que quisiera.

—Claro que sí —responde—. Pero tienes que entenderlo…

Cuelgo antes de oír más excusas. Me siento traicionado por mi propia sangre. ¿Acaso no luché por ellos? ¿No soporté años de soledad y frío para darles un futuro mejor?

Los días pasan lentos. El pueblo es cada vez más silencioso. Los domingos voy solo al bar de Julián y escucho las mismas historias de siempre: hijos que no vuelven, casas vacías, campos abandonados.

Una tarde recibo una carta de Daniel. Dentro hay una foto de mis nietos en el parque del Retiro y una nota: “Te queremos mucho, abuelo. Ven a vernos pronto”.

Miro la foto largo rato. Sonrío y lloro al mismo tiempo. ¿Será esto lo que llaman nostalgia? ¿O simplemente soledad?

Empiezo a pensar en vender la casa. Quizá sea mejor irme a Madrid, estar cerca de los míos aunque sea en un piso pequeño y ruidoso. Pero cada vez que lo pienso, siento que traiciono todo lo que he sido, todo lo que Carmen y yo soñamos juntos.

Una noche sueño con ella. Me dice: “No te quedes solo, Tomás. La casa no es nada sin amor”. Me despierto llorando como un niño.

Al día siguiente llamo a Daniel.

—Quizá tengas razón —le digo—. Quizá sea yo quien tiene que aprender a volver… pero esta vez a vosotros.

Daniel guarda silencio unos segundos antes de responder:

—Papá… siempre tendrás un sitio con nosotros.

Cuelgo y miro por la ventana una última vez. El sol cae sobre los campos dorados y siento que algo dentro de mí se rompe y se libera al mismo tiempo.

¿De verdad se puede volver a casa cuando todo ha cambiado? ¿O es uno mismo quien debe aprender a cambiar para encontrar su hogar?