Mi pequeña Lucía con su vestido de marca: ¿Soy realmente una mala madre?
—¿De verdad vas a llevar a la niña así al colegio, Carmen? —La voz de mi madre retumbó en la cocina, mientras yo intentaba atarle los cordones a Lucía. Mi hija, con apenas seis años, giró la cabeza hacia mí, buscando respuestas en mis ojos. Llevaba puesto un vestido de marca, uno de esos que había comprado en Madrid tras ahorrar durante meses. No era solo un vestido; era mi manera de decirle al mundo que mi hija merecía lo mejor, aunque viviéramos en un pueblo perdido de Castilla.
—¿Y qué tiene de malo, mamá? —respondí, intentando sonar más segura de lo que me sentía—. Es solo un vestido.
Mi madre resopló y se secó las manos en el delantal. —Aquí la gente habla, Carmen. No puedes pretender que no vean lo que haces. ¿No ves cómo te miran en la plaza? ¿Cómo cuchichean las vecinas cuando pasas?
No respondí. Sabía que tenía razón. Desde que Lucía nació, decidí que no repetiría mi historia: una infancia de ropa heredada, zapatos rotos y sueños pequeños. Pero nunca imaginé que ese deseo de protegerla y darle lo mejor se volvería en mi contra.
El primer día que llevé a Lucía al colegio con su vestido nuevo, noté las miradas. Algunas madres se acercaron a saludarme, pero sus ojos se detenían demasiado tiempo en la etiqueta del vestido o en los zapatos relucientes de mi hija. Otras simplemente se apartaban, murmurando algo entre dientes.
—¿Por qué me miran así, mamá? —me preguntó Lucía una tarde, mientras volvíamos a casa.
Me quedé sin palabras. ¿Cómo explicarle a una niña que la envidia y el juicio pueden ser tan crueles como el frío invierno de nuestro pueblo?
Las cosas empeoraron cuando decidí llamarla Lucía. Mi suegra casi se desmaya cuando lo anuncié en la comida familiar.
—¿Lucía? ¿No podías elegir un nombre más… nuestro? —dijo con desprecio, mirando a su hijo como si él tuviera la culpa.
Mi marido, Andrés, siempre me apoyó en silencio, pero esa noche discutimos por primera vez en años.
—Carmen, no quiero problemas con mi madre ni con el pueblo. ¿No podemos hacer las cosas como siempre se han hecho aquí?
—¿Y qué hay de lo que yo quiero? ¿De lo que quiero para nuestra hija? —le grité, sintiendo cómo la rabia me quemaba por dentro.
Andrés bajó la cabeza y salió al patio. Me quedé sola en la cocina, escuchando el tic-tac del reloj y preguntándome si realmente estaba equivocada.
Los meses pasaron y las críticas no cesaron. En la tienda del pueblo, las dependientas me atendían con una sonrisa forzada.
—¿Hoy no traes a la princesa? —me decían, con ese tono entre burla y reproche.
En la iglesia, durante la misa del domingo, sentía las miradas clavadas en mi nuca. Incluso el párroco hizo una referencia velada durante el sermón sobre la humildad y los peligros del materialismo.
Una tarde, mientras recogía a Lucía del colegio, la encontré llorando en el patio.
—Mamá, las niñas no quieren jugar conmigo porque dicen que soy rara y que me creo mejor que ellas —sollozaba, abrazando su mochila.
Se me rompió el alma. ¿Qué había hecho? ¿De verdad estaba ayudando a mi hija o solo le estaba transmitiendo mis propias inseguridades y frustraciones?
Esa noche, mientras Lucía dormía abrazada a su peluche favorito, hablé con Andrés.
—Quizá me he equivocado —admití en voz baja—. Solo quería que Lucía tuviera lo que yo nunca tuve. Pero no quiero que sufra por mi culpa.
Andrés me tomó de la mano. —Lo importante es que la quieras y la protejas. El resto… el resto es solo ruido.
Pero el ruido seguía ahí. Al día siguiente, mi madre vino a casa con una caja llena de ropa antigua de cuando yo era niña.
—Mira, Carmen. Esto también es amor. No hace falta gastar tanto para demostrarlo.
Miré los vestidos gastados y los zapatos remendados. Recordé los inviernos fríos y las tardes en las que soñaba con ser como las niñas de la tele. No quería eso para Lucía. Pero tampoco quería que se sintiera sola o rechazada.
Esa semana decidí dejar de comprar ropa cara y empecé a coserle vestidos yo misma. Lucía estaba feliz porque podía elegir los colores y los estampados. Poco a poco, las madres del colegio empezaron a acercarse más; algunas incluso me pidieron que les enseñara a coser.
Pero el juicio nunca desapareció del todo. Siempre había alguien dispuesto a señalarme por ser diferente, por querer romper con lo establecido.
Hoy, mientras veo a Lucía jugar en el parque con sus amigas, me pregunto si he hecho lo correcto. ¿Dónde está el límite entre darlo todo por amor y caer en el exceso? ¿Realmente soy una mala madre por querer lo mejor para mi hija?
A veces pienso que la verdadera pregunta es: ¿por qué nos cuesta tanto aceptar lo diferente en este país? ¿Por qué el amor de una madre puede ser motivo de juicio y no de comprensión?