Heridas de Sangre: El día que mi familia se rompió por una herencia

—¿De verdad crees que tienes derecho a quedarte con la casa, Lucía? —La voz de mi madre retumbó en el salón, tan fría como el mármol de la mesa donde apoyaba las manos.

Mi hermano Sergio me miraba con los ojos enrojecidos, apretando los labios. Sentí un nudo en el estómago. El reloj de pared marcaba las siete y media de la tarde, pero el tiempo parecía haberse detenido en ese instante. Afuera, la lluvia golpeaba los cristales, como si quisiera entrar y ser testigo de nuestra desgracia.

—No entiendo por qué me habláis así —susurré, intentando mantener la compostura—. Mamá, tú misma dijiste que la casa era para mí. Sergio se quedó con el dinero del piso de la abuela. Yo solo acepté lo que me ofrecisteis.

Mi madre soltó una carcajada amarga.

—¿Y te parece justo? ¿Después de todo lo que tu hermano ha hecho por esta familia? ¿Después de cómo te has desentendido todos estos años?

Sentí una punzada de rabia mezclada con culpa. ¿Desentenderme? ¿Era eso lo que pensaban de mí? Durante años había vivido en Madrid, lejos del pueblo, intentando construir una vida propia, lejos de los gritos y las discusiones interminables de mis padres. Pero siempre llamaba, siempre estaba pendiente… ¿O quizá no tanto como creía?

Sergio bajó la mirada y murmuró:

—No tienes ni idea de lo que ha pasado aquí mientras tú estabas en tu mundo.

Me levanté de golpe. La silla chirrió sobre el suelo de terrazo.

—¿Por qué no me lo decís de una vez? ¿Qué es eso tan terrible que he hecho? ¿Por qué me hacéis sentir como una ladrona en mi propia casa?

El silencio se hizo espeso. Mi madre se levantó también, con los ojos llenos de lágrimas contenidas.

—Porque nunca has querido ver la verdad, Lucía. Porque siempre has preferido mirar hacia otro lado.

En ese momento recordé el día del funeral de mi padre. Sergio y yo apenas nos hablamos. Él estaba destrozado, y yo… yo solo quería huir. No soportaba ver a mi madre rota, ni enfrentarme a los vecinos cuchicheando sobre nuestra familia. Me refugié en el trabajo, en mis amigos de la ciudad, en cualquier cosa que me alejara del dolor.

—¿De qué verdad habláis? —pregunté casi en un susurro.

Sergio levantó la cabeza y me miró fijamente.

—Papá quería que todo fuera para ti. Siempre fuiste su favorita. Pero mamá y yo pensamos que era injusto. Yo me quedé aquí, cuidando de todo mientras tú vivías tu vida. Así que mamá decidió repartirlo distinto… pero nunca te lo dijo.

Me quedé helada. ¿Mi padre…? ¿Todo para mí? ¿Por qué nadie me lo había contado?

—¿Por qué no me lo dijisteis antes? —La voz me temblaba.

Mi madre se secó las lágrimas con rabia.

—Porque no queríamos más peleas. Porque ya bastante dolor teníamos todos. Pero ahora Sergio necesita ese dinero para sacar adelante a sus hijos y tú tienes una casa que ni siquiera quieres vivir. ¿No ves que esto no es justo?

Miré a mi hermano. Recordé cuando éramos pequeños y jugábamos en el jardín, cuando él me defendía en el colegio o me enseñaba a montar en bici. ¿En qué momento nos habíamos perdido?

—No quiero pelearme por dinero —dije al fin—. Si la casa es un problema, la vendo y os doy la mitad. Pero no quiero perderos por esto.

Sergio negó con la cabeza.

—No es solo el dinero, Lucía. Es todo lo que ha pasado estos años. Tú te fuiste y aquí nos quedamos recogiendo los pedazos.

Sentí una oleada de vergüenza y tristeza. Quizá sí había sido egoísta al marcharme, quizá nunca supe ver el dolor ajeno porque estaba demasiado ocupada huyendo del mío propio.

Mi madre se acercó y me abrazó, temblando.

—Solo quiero que volvamos a ser una familia —susurró—. Pero no sé si eso es posible después de todo lo que hemos callado.

Nos quedamos los tres abrazados en medio del salón, llorando por todo lo que habíamos perdido: el tiempo, la confianza, la inocencia.

Esa noche no dormí. Di vueltas en la cama pensando en mi padre, en sus silencios, en las veces que intentó hablar conmigo y yo no quise escucharle. Pensé en Sergio, en su soledad, en su rabia contenida. Pensé en mi madre, rota por dentro pero siempre fuerte por fuera.

A la mañana siguiente salí al jardín y respiré hondo el aire húmedo del amanecer. Sabía que nada volvería a ser igual entre nosotros, pero quizá aún estábamos a tiempo de reconstruir algo sobre las ruinas del pasado.

¿Es posible perdonar cuando las heridas son tan profundas? ¿O estamos condenados a repetir los errores de quienes vinieron antes que nosotros?