Diez Años de Silencio: La Voz de Ana

—¿Otra vez se te ha olvidado comprar el pan? —la voz de Luis retumba en la cocina, cortando el aire como un cuchillo. Me giro, trapo en mano, y le miro a los ojos. No sé si responder o callar. Hace diez años que estoy casada con él y, aunque nunca me ha faltado el respeto abiertamente, últimamente siento que solo soy una sombra en esta casa.

Me llamo Ana y tengo 38 años. Cuando era joven, soñaba con una familia unida, con risas en la mesa y abrazos al final del día. Pero ahora, mientras recojo los platos del desayuno y escucho a mis hijos discutir por el mando de la tele, siento que he desaparecido detrás de una montaña de tareas y expectativas.

—No soy tu criada —le susurro, casi sin voz.

Luis ni siquiera me escucha. Se pone la chaqueta y sale corriendo al trabajo, como cada mañana. El portazo resuena en mi pecho. Me quedo sola en la cocina, mirando las migas sobre la mesa. ¿En qué momento dejé de ser Ana para convertirme simplemente en «mamá» o «la mujer de Luis»?

Recuerdo cuando nos conocimos en la universidad de Salamanca. Él era divertido, atento, siempre tenía una palabra bonita para mí. Me enamoré de su risa y de sus sueños. Pero los años han pasado y los sueños se han transformado en facturas, deberes escolares y listas interminables del supermercado.

Mi madre siempre me decía: “Ana, una mujer debe saber hacerse valer”. Pero yo pensaba que el amor lo podía todo. Ahora me doy cuenta de que el amor también necesita espacio para respirar.

Hoy es sábado y toca limpiar la casa. Los niños, Marta y Pablo, se pelean por quién recoge su habitación primero. —¡Mamá! ¡Pablo no quiere ayudar! —grita Marta desde el pasillo.

—Pablo, recoge tus cosas —le digo con cansancio.

—¿Por qué siempre yo? —responde él, cruzado de brazos.

Respiro hondo y me siento en el sofá. Siento que nadie me escucha, que mis palabras rebotan contra las paredes como ecos vacíos. ¿Cuándo fue la última vez que alguien me preguntó cómo estoy?

Por la tarde, mientras doblo la ropa en silencio, escucho a Luis hablando por teléfono con su madre:

—Sí, mamá, Ana lo lleva todo perfecto. La casa está impecable y los niños bien atendidos.

Cuelga y ni siquiera me mira. Me acerco a él:

—Luis, ¿alguna vez te has preguntado si yo estoy bien?

Me mira sorprendido, como si le hablara en otro idioma.

—¿A qué viene eso ahora? Si todo está bien…

—No, Luis. No todo está bien. Me siento invisible. Siento que solo sirvo para limpiar, cocinar y cuidar a los niños. ¿Eso es todo lo que soy para ti?

Se queda callado unos segundos.

—Ana, sabes que te quiero… pero alguien tiene que hacer estas cosas.

—¿Y por qué siempre tengo que ser yo? —mi voz tiembla—. Yo también trabajo fuera de casa, aunque gane menos que tú. Yo también tengo derecho a descansar, a sentirme valorada.

Luis suspira y se va al salón a ver el fútbol. Siento una rabia sorda creciendo dentro de mí. ¿Por qué nos cuesta tanto hablar de estas cosas en España? ¿Por qué tantas mujeres como yo siguen atrapadas en este papel?

Esa noche no puedo dormir. Doy vueltas en la cama mientras escucho la respiración tranquila de Luis a mi lado. Pienso en todas las veces que he renunciado a mis sueños por los demás: dejé mi máster porque nació Marta, rechacé un ascenso porque Pablo era pequeño… Siempre he puesto a mi familia por delante.

Al día siguiente decido hacer algo diferente. Dejo la casa sin recoger y me voy a tomar un café con Laura, mi mejor amiga desde el instituto.

—Ana, tienes que pensar en ti —me dice Laura mientras remueve su café con leche—. No eres egoísta por querer ser feliz.

—Pero si no lo hago yo…

—Que lo hagan ellos —me corta—. Tus hijos ya tienen edad para ayudar y Luis puede aprender a poner una lavadora.

Vuelvo a casa con una mezcla de miedo y determinación. Cuando llego, la casa está patas arriba: juguetes por el suelo, platos sin fregar… Luis me mira con cara de pocos amigos.

—¿Dónde estabas? —pregunta molesto.

—Tomando un café —respondo tranquila—. A partir de hoy quiero que todos colaboremos en casa. No soy la criada de nadie.

Luis se ríe nervioso.

—Venga ya, Ana…

—No es una broma —le corto—. Si no cambiamos las cosas, no sé cuánto más podré aguantar así.

Los niños me miran sorprendidos. Marta se acerca y me abraza fuerte.

—Mamá, yo te ayudo —me dice bajito.

Pablo asiente con la cabeza y empieza a recoger sus juguetes sin protestar.

Luis se queda callado un momento y luego se levanta para ayudarme con la cena. Por primera vez en mucho tiempo siento que mi voz ha sido escuchada.

Esa noche ceno con mi familia entre risas y conversaciones sinceras. Sé que no será fácil cambiar años de costumbres y silencios, pero hoy he dado el primer paso para recuperar mi dignidad.

¿Hasta cuándo vamos a permitir que nos reduzcan a un solo papel? ¿Cuántas Anas hay todavía callando su dolor entre las paredes de su hogar?