Ellos banquetean, nosotros sobrevivimos: la cena que lo cambió todo
—¿Otra vez gachas, mamá? —pregunté, intentando que mi voz no sonara tan cansada como me sentía. Mi hermano pequeño, Sergio, removía el plato con la cuchara, haciendo círculos en la masa grisácea. Mi madre no respondió. Tenía la mirada perdida en la pared desconchada de la cocina, como si buscara una salida secreta que solo ella pudiera ver.
El reloj marcaba las ocho menos cuarto cuando la puerta de casa se abrió de golpe. El olor a perfume caro y marisco fresco nos llegó antes que ellos. Mi padre entró primero, con su abrigo largo y la corbata deshecha. Detrás venía mi madre, pero no era la misma que preparaba gachas; era otra, con los labios pintados y el pelo recién arreglado.
—Buenas noches —dijo mi padre, sin mirarnos.
—¿Queréis cenar con nosotros? —me atreví a preguntar, aunque sabía la respuesta.
—No, gracias, ya hemos comido fuera —respondió mi madre rápidamente, cerrando la puerta de su habitación tras ellos. El clic del pestillo fue como un portazo en mi pecho.
Sergio me miró con los ojos muy abiertos. No hacía falta decir nada. El silencio se instaló en la mesa como un invitado más. Solo se oía el ruido de las cucharas chocando contra los platos baratos.
Esa noche no pude dormir. Desde mi cuarto escuchaba risas apagadas y el tintineo de copas al otro lado de la pared. Imaginé a mis padres sentados en la cama, compartiendo gambas y vino blanco, mientras nosotros nos conformábamos con las sobras de siempre. ¿Dónde estaba la justicia? ¿Por qué ellos podían permitirse lujos mientras nosotros sobrevivíamos a base de gachas?
Al día siguiente, en el instituto, no podía concentrarme. Mis amigos hablaban de sus vacaciones en la playa y de los regalos que les habían traído sus padres. Yo solo pensaba en el olor a marisco y en el pestillo echado. Cuando volví a casa, encontré a mi madre fregando los platos del desayuno. La cocina olía a café frío y resignación.
—¿Por qué nunca cenáis con nosotros? —le solté de golpe.
Mi madre se quedó quieta, con las manos mojadas y la mirada clavada en el fregadero.
—No empieces, Lucía —susurró—. No entiendes nada.
—¿Qué es lo que no entiendo? ¿Que preferís comer fuera antes que estar con nosotros? ¿Que os da vergüenza que vuestros hijos cenen gachas mientras vosotros os dais banquetes?
Mi madre apretó los labios y siguió fregando. Sentí rabia y tristeza al mismo tiempo. Quería gritarle que no era justo, que yo también tenía derecho a una familia normal. Pero solo conseguí soltar un sollozo ahogado antes de salir corriendo al parque.
Allí me encontré con Marta, mi mejor amiga. Me senté a su lado en el banco y le conté todo entre lágrimas.
—No eres la única —me dijo—. Mi padre lleva meses sin trabajo y mi madre apenas llega a fin de mes. Pero al menos cenamos juntos.
Su respuesta me hizo sentir aún peor. ¿De qué servía tener padres con dinero si ni siquiera querían compartir una comida contigo?
Esa noche, cuando volví a casa, encontré a Sergio dormido en el sofá con un libro entre las manos. Me acerqué despacio y le tapé con una manta vieja. En ese momento decidí que no iba a dejar que esta situación nos rompiera más.
Al día siguiente preparé una cena especial: tortilla de patatas y ensalada, lo poco que había en la nevera. Puse la mesa bonita, con las servilletas de tela que guardábamos para las ocasiones importantes. Cuando mis padres llegaron, les esperé en la puerta del salón.
—Hoy cenamos todos juntos —dije firme.
Mi padre me miró sorprendido. Mi madre dudó un instante antes de asentir con la cabeza.
La cena fue tensa al principio. Nadie hablaba mucho, pero poco a poco el ambiente se fue relajando. Sergio contó un chiste malo y todos reímos por primera vez en semanas. Por un momento sentí que éramos una familia de verdad.
Pero al terminar, mi padre se levantó sin decir palabra y volvió a encerrarse en su habitación. Mi madre recogió los platos en silencio.
Esa noche comprendí que no bastaba con poner una mesa bonita o cocinar algo especial. Había heridas más profundas que una tortilla no podía curar.
Ahora escribo esto desde mi cuarto, escuchando el eco lejano de otra cena tras la puerta cerrada de mis padres. Me pregunto si algún día entenderán lo que significa compartir algo más que un techo. ¿Es justo resignarse a sobrevivir mientras otros banquetean? ¿O merecemos todos sentarnos juntos y sentirnos parte de algo?
¿Vosotros también habéis sentido alguna vez esa distancia invisible en vuestra propia casa? ¿Qué haríais vosotros para romper ese muro?