Frutas para los nietos, caviar para los gatos: el precio invisible del cariño
—¿Otra vez has comprado ese pienso carísimo para los gatos, Carmen?— La voz de Lucía, mi nuera, retumba en la cocina como una campana rota. Yo, con las manos aún húmedas de fregar los platos, me giro despacio. Ella sostiene una bolsa de manzanas arrugadas y un paquete de galletas baratas. —¿Y para los niños? ¿No podrías traerles algo más que plátanos maduros?
Me quedo callada. El reloj de pared marca las seis y media, y la luz de la tarde se cuela por la ventana, iluminando el pelo dorado de mi nieta Paula, que juega en el suelo con un cochecito roto. Mi gato, Don Gato, se enrosca en mis pies, ajeno a la tensión.
—Lucía, yo… —empiezo a decir, pero ella me corta con un suspiro cansado.
—Mira, Carmen, no te lo tomes a mal. Pero a veces parece que te importan más tus gatos que tus propios nietos.
Siento el peso de sus palabras como una losa. ¿Será verdad? ¿Me he vuelto tan egoísta? Recuerdo cuando mi hijo Sergio era pequeño y yo hacía malabares para que nunca le faltara fruta fresca en el desayuno. Ahora, con la pensión justa y la soledad llenando cada rincón de mi piso, mis gatos son mi refugio. Son los únicos que me esperan cada día con alegría genuina.
Lucía sigue hablando:
—Mamá, los niños casi nunca ven fruta fresca en casa. Sergio trabaja todo el día y yo hago lo que puedo, pero la vida está carísima. Tú podrías ayudarnos un poco más…
Me muerdo el labio. Sé que tiene razón. Pero también sé lo que es sentirse invisible. Desde que Sergio se casó, siento que sólo soy útil cuando hay que cuidar a los niños o poner la mesa en Navidad. Nadie pregunta cómo estoy. Nadie me escucha cuando hablo de mi artrosis o de las noches en vela.
—¿Y quién cuida de mí? —susurro sin querer.
Lucía me mira sorprendida.
—¿Cómo dices?
—Nada, hija. Que mañana traeré naranjas y fresas para los niños.
Ella asiente, pero su expresión no cambia. Sé que piensa que soy una vieja excéntrica. Quizá lo soy. Pero ¿acaso no tengo derecho a querer a mis gatos? ¿A darles lo mejor cuando son lo único que me acompaña cada día?
Esa noche, mientras preparo la cena para Don Gato y Minina, me siento en la mesa con una taza de caldo y dejo que el silencio me envuelva. Recuerdo cuando Sergio era pequeño y venía corriendo a enseñarme sus dibujos del colegio. Ahora apenas me llama. Lucía siempre está cansada o enfadada. Y yo… yo sólo quiero sentirme útil, sentirme querida.
Al día siguiente voy al mercado del barrio. La frutera, Pilar, me sonríe al verme.
—¡Carmen! ¿Hoy qué te llevas?
—Lo de siempre… pero ponme también unas fresas y kiwis para los niños.
Pilar asiente y me mira con ternura.
—¿Y para ti?
Me quedo pensando. ¿Para mí? Hace años que nadie me hace esa pregunta.
—Un poco de uva, gracias —respondo al fin.
Al volver a casa, encuentro a Paula llorando porque su hermano le ha quitado el último trozo de pan con chocolate. Lucía grita desde la cocina y Sergio llega tarde del trabajo con cara de pocos amigos.
—Mamá, ¿has traído fruta? —pregunta él sin mirarme apenas.
—Sí, hijo. Fresas y kiwis —respondo mientras dejo las bolsas sobre la mesa.
Paula sonríe y corre a abrazarme. Por un momento siento que todo vale la pena. Pero luego veo cómo Lucía revisa el ticket del supermercado y frunce el ceño al ver el precio del pienso para gatos.
—¿De verdad era necesario esto? —me pregunta en voz baja.
No sé qué responderle. ¿Acaso no es necesario cuidar a quien te cuida? Don Gato se frota contra mi pierna y yo le acaricio la cabeza con ternura.
Esa noche no puedo dormir. Me debato entre la culpa y la rabia. ¿Por qué tengo que elegir entre mis nietos y mis gatos? ¿Por qué todo lo que hago parece estar mal?
Al día siguiente decido hablar con Sergio.
—Hijo, ¿puedo preguntarte algo?
Él asiente distraído mientras revisa el móvil.
—¿Tú crees que soy mala abuela por cuidar tanto a mis gatos?
Sergio levanta la vista sorprendido.
—No, mamá… Pero Lucía está agobiada y a veces siente que no nos ayudas lo suficiente.
—Yo hago lo que puedo —le digo con voz temblorosa—. Pero también necesito sentirme querida…
Sergio suspira y me abraza torpemente.
—Lo sé, mamá. Perdona si no te lo decimos más a menudo.
Me aferro a ese abrazo como si fuera un salvavidas en medio del mar.
Esa tarde preparo una merienda especial: fresas con nata para los niños y un poco de atún para Don Gato y Minina. Paula me mira con ojos brillantes y me dice:
—Abuela, ¿puedo ayudarte a darles de comer a los gatitos?
Sonrío por primera vez en días.
Quizá no sea cuestión de elegir entre unos y otros. Quizá sólo haga falta un poco más de comprensión…
Ahora os pregunto: ¿es egoísta cuidar de quienes nos hacen compañía cuando sentimos que nadie más lo hace? ¿Dónde está el límite entre darlo todo por la familia y reservar algo para uno mismo?