Regalos de oro en casa ajena: El precio de la generosidad

—No, Lucas, ese tren no te lo puedes llevar a casa. Es para cuando vengas aquí —me repite mi suegra, Carmen, mientras acaricia la cabeza de mi hijo con una sonrisa que me resulta imposible descifrar.

Lucas me mira con los ojos grandes, brillantes, llenos de ilusión y una pizca de incomprensión. Tiene solo cinco años y aún no entiende por qué los juguetes más bonitos, los que le regalan sus abuelos paternos, solo puede tocarlos en esa casa enorme de las afueras de Madrid. Yo tampoco lo entiendo del todo, pero intento disimular mi rabia.

—Mamá, ¿por qué no puedo llevarme el camión? —me pregunta bajito, como si temiera molestar a su abuela.

—Porque es para jugar aquí, cariño —le respondo, tragando saliva.

Mi marido, Álvaro, está sentado en el sofá de cuero blanco, mirando el móvil como si no oyera nada. Sé que le incomoda la situación tanto como a mí, pero nunca dice nada delante de sus padres. Ellos viven en otro mundo: tres casas, un coche nuevo cada dos años, vacaciones en la Costa Brava y cenas en restaurantes donde yo ni siquiera podría mirar la carta sin marearme por los precios.

Nosotros vivimos en un piso pequeño en Vallecas. Pagamos una hipoteca que nos ahoga cada mes y apenas llegamos a fin de mes. Yo trabajo como administrativa en una gestoría y Álvaro es profesor interino. Todo lo que tenemos lo hemos conseguido con esfuerzo y renuncias. Por eso me duele tanto ver cómo Lucas se acostumbra a un lujo que no es nuestro.

—Marta, ¿quieres un poco más de tarta? —me pregunta Carmen con su tono amable pero distante.

—No, gracias —respondo. Me siento fuera de lugar en esa mesa larga, bajo la lámpara de cristal y rodeada de platos carísimos.

La conversación gira siempre en torno a lo mismo: viajes, inversiones, reformas en la casa del pueblo. Yo apenas hablo. Pienso en la lista de la compra y en cómo voy a estirar el sueldo hasta el día 25.

Cuando llega la hora de irnos, Lucas se despide del tren eléctrico con un beso. Me parte el alma verlo tan resignado. En el coche, camino a casa, Álvaro rompe el silencio:

—No te pongas así. Son sus abuelos. Solo quieren lo mejor para él.

—¿Lo mejor? ¿De verdad crees que esto es lo mejor? —le espeto, incapaz de contenerme—. ¿No ves que le están enseñando a desear cosas que no puede tener? ¿Que le hacen sentir que nuestra casa no es suficiente?

Álvaro suspira y mira por la ventanilla. Sé que le duele tanto como a mí, pero no sabe cómo enfrentarse a sus padres. Yo tampoco sé cómo hacerlo sin parecer desagradecida o resentida.

Las semanas pasan y la historia se repite cada vez que vamos a casa de los abuelos. Un día, Lucas me pregunta si podemos invitar a sus amigos del cole a jugar con los juguetes de los abuelos. Me quedo helada.

—No podemos, cariño. Esos juguetes están en casa de los abuelos y solo jugamos allí cuando vamos —le explico.

—¿Y por qué no tenemos juguetes así en casa? —insiste.

Me siento una madre horrible. Le explico que cada familia es diferente, que nosotros tenemos otros juegos y otras cosas bonitas. Pero sé que no le convence. ¿Cómo competir con un scalextric gigante o una pista de patinaje portátil?

Un sábado por la tarde, después de otra visita llena de regalos prohibidos, decido hablar con Carmen.

—Carmen, ¿podemos hablar un momento? —le digo mientras recoge las tazas del café.

Ella asiente y me sigue al jardín.

—Sé que lo hacéis con buena intención —empiezo—, pero me gustaría que los regalos para Lucas pudieran estar en nuestra casa también. A veces se pone triste porque no puede llevárselos.

Carmen me mira sorprendida.

—Pero Marta, aquí tiene espacio para jugar. En vuestro piso no cabría todo esto. Además, así tiene una razón para venir a vernos más a menudo.

Sus palabras me duelen más de lo que esperaba. ¿De verdad cree que necesitamos incentivos materiales para visitarles?

—Lucas vendría igual —le respondo con voz temblorosa—. Es su nieto y os quiere mucho. No hace falta comprar su cariño.

Carmen frunce el ceño y se cruza de brazos.

—No es eso. Solo queremos darle lo mejor. Vosotros hacéis lo que podéis…

La frase queda flotando entre nosotras como una acusación velada. Me muerdo la lengua para no saltar.

Esa noche discuto con Álvaro hasta las lágrimas.

—Tienes que hablar tú con ellos —le suplico—. No puedo ser siempre yo la mala.

Pero Álvaro solo baja la cabeza y me abraza en silencio.

Los días siguientes intento compensar a Lucas con juegos caseros: castillos de cojines, carreras por el pasillo, tardes de manualidades. Pero sé que no es lo mismo para él. Cuando vuelve del cole y me cuenta cómo sus amigos presumen de juguetes nuevos o viajes caros, siento una punzada de culpa y rabia.

Un domingo decido no ir a casa de los abuelos. Invento una excusa y pasamos el día en el parque. Lucas está feliz corriendo detrás de las palomas y comiendo bocadillos sentados en el césped. Por primera vez en mucho tiempo siento paz.

Pero esa misma noche Carmen llama a Álvaro:

—¿Por qué no habéis venido hoy? Teníamos un regalo nuevo para Lucas…

Escucho la conversación desde la cocina y siento cómo se me encoge el corazón. ¿Hasta cuándo va a durar esta guerra silenciosa?

A veces me pregunto si estoy haciendo lo correcto o si solo estoy proyectando mis propias inseguridades sobre mi hijo. ¿Es posible criar a un niño feliz cuando el dinero separa tanto a las familias? ¿Cómo se enseña a valorar lo importante cuando todo alrededor grita que lo material es lo único que cuenta?

¿Vosotros qué haríais en mi lugar? ¿Cómo se puede proteger a un hijo del brillo engañoso del dinero sin romper los lazos familiares?