«No soy la niñera de la familia»: La maternidad entre el deber y mis propios límites
—¡Carmen, por favor, sólo será un rato!— La voz de Luis retumba en el pasillo, mientras yo intento calmar a Lucía, que no para de llorar en mis brazos. El olor a leche agria y el sudor frío me envuelven. Son las siete de la tarde y no he tenido ni un minuto para mí desde que amaneció.
—¿Un rato?—respondo, con la voz quebrada—. ¿Sabes cuántos días llevo sin dormir más de dos horas seguidas? ¿Sabes lo que es tener a una niña pegada al pecho mientras intento hacer la compra online porque ni salir puedo?
Luis me mira con esa mezcla de incomprensión y fastidio que últimamente se ha instalado en su rostro. —Es sólo el niño de Marta, Carmen. Mi hermana tiene que ir al médico y no tiene con quién dejarlo. Tú estás en casa…
Ahí está la frase maldita: «Tú estás en casa». Como si estar de baja por maternidad fuera estar de vacaciones. Como si cuidar a Lucía fuera un pasatiempo y no una batalla diaria contra el agotamiento, la culpa y el miedo a no estar haciéndolo bien.
—Estoy en casa porque acabo de parir, Luis. Porque no puedo ni sentarme bien todavía. Porque Lucía no me deja ni ir al baño sola. No soy la niñera de tu familia.
Mi voz tiembla, pero no cedo. Luis suspira, se pasa la mano por el pelo y sale al balcón a fumar. Me quedo sola en la cocina, con Lucía pegada a mi pecho y el eco de mis propias palabras rebotando en las paredes.
Recuerdo cuando era niña y veía a mi madre hacer malabares para cuidar de todos: de mi abuela enferma, de mi padre cuando volvía borracho, de nosotras, sus hijas. Siempre sonriente, siempre disponible. Nunca se quejaba. Yo juré que sería diferente, que pondría límites. Pero ahora me veo repitiendo su historia, tragando lágrimas para no preocupar a nadie.
El timbre suena. Marta entra con su hijo Mateo, un torbellino de tres años que ya viene llorando porque quiere ver los dibujos. Marta me mira con ojos cansados.
—Carmen, te lo agradezco en el alma. Es sólo una hora…
No sé decirle que no. Me siento mala persona si lo hago. Así que asiento, aunque por dentro me estoy rompiendo.
Mateo corretea por el salón mientras Lucía sigue llorando. Intento calmarla con una mano y con la otra pongo los dibujos para Mateo. Me siento invisible, como si mis necesidades no importaran.
Cuando Marta vuelve dos horas después (porque nunca es sólo una hora), me encuentra con ojeras hasta el suelo y los nervios destrozados.
—¡Eres una santa!—me dice—. No sé qué haría sin ti.
Pero yo sí sé lo que hago: me pierdo a mí misma cada vez que digo sí cuando quiero decir no.
Esa noche, cuando Luis vuelve del bar con sus amigos, le espero despierta.
—Luis, esto no puede seguir así. No soy la niñera de tu familia. Estoy agotada. Necesito que me apoyes, no que me cargues más peso.
Él se encoge de hombros.—Es lo normal en todas las familias, Carmen. Mi madre lo hacía…
—Pues yo no quiero ser como tu madre ni como la mía. Quiero ser yo. Y necesito descansar, necesito tiempo para mí y para nuestra hija.
Por primera vez en mucho tiempo, Luis me mira como si realmente me viera. No dice nada, pero al día siguiente se encarga él de Mateo cuando Marta vuelve a pedirnos el favor.
No fue fácil llegar hasta aquí. Mi suegra me llamó egoísta más de una vez; mi madre me dijo que «las mujeres siempre hemos tirado del carro». Pero yo ya no quiero tirar sola. Quiero criar a Lucía sin perderme por el camino.
A veces me siento culpable por poner límites, como si estuviera fallando a mi familia. Pero luego veo a Lucía dormir tranquila sobre mi pecho y pienso: ¿qué ejemplo le doy si siempre me olvido de mí misma?
¿De verdad tenemos que sacrificarnos las madres hasta desaparecer? ¿O ha llegado el momento de decir basta y pedir ayuda sin sentirnos malas madres? ¿Vosotras también os habéis sentido así alguna vez?