El secreto de mi hijo: Cuando el silencio pesa más que el amor

—¿Por qué no puedes ser como tu hermana, Lucía? Ella ya tiene dos niños y un marido que la adora. ¿Tú qué tienes? —La voz de mi madre retumbó en el salón, mientras yo apretaba los puños bajo la mesa. El olor a cocido flotaba en el aire, pero a mí se me atragantaba cada palabra.

Tenía treinta y cuatro años y, según mi familia, ya se me había pasado el arroz. Vivíamos en un barrio de Salamanca donde las habladurías viajaban más rápido que el AVE. Mi padre apenas levantó la vista del periódico, pero su silencio era más duro que cualquier reproche. Mi hermana Lucía, perfecta como siempre, me miró con esa mezcla de lástima y superioridad que tanto detestaba.

—Mamá, no todas tenemos que seguir el mismo camino —intenté defenderme, pero mi voz sonó débil incluso para mí.

Fue entonces cuando apareció Juan. Juan era hijo de unos amigos de mis padres, ingeniero, educado, con una sonrisa fácil y una vida ordenada. No era guapo ni especialmente divertido, pero cumplía todos los requisitos para ser un buen partido. Mi madre organizó una cena y, antes de darme cuenta, ya estábamos saliendo. Todo era tan correcto que dolía.

—¿Te imaginas tener un niño corriendo por aquí? —me preguntó Juan una noche, mientras paseábamos por la Plaza Mayor iluminada.

Yo sí lo imaginaba. Llevaba años soñando con ser madre, con llenar ese vacío que sentía cada vez que veía a Lucía con sus hijos. El reloj biológico me gritaba y la presión familiar me asfixiaba. Así que acepté casarme con Juan. La boda fue sencilla pero elegante; mi madre lloró de felicidad y mi padre me abrazó como si por fin pudiera estar orgulloso de mí.

Pero la felicidad fue efímera. Juan empezó a llegar tarde a casa, a evitar el contacto físico, a encerrarse en sí mismo. Yo intentaba justificarlo: el trabajo, el estrés… Hasta que una noche, después de meses de distancia, lo encontré llorando en el sofá.

—No puedo seguir fingiendo, Marta —me confesó entre sollozos—. Hay algo que no te he contado… Yo… yo no quiero estar casado contigo. No quiero estar casado con ninguna mujer.

El mundo se me vino abajo. Juan era homosexual y había aceptado casarse conmigo solo para cumplir con las expectativas de su familia y la mía. Me sentí traicionada, humillada y, sobre todo, sola. Pero lo peor fue cuando descubrí que estaba embarazada.

Durante semanas no pude mirar a Juan a los ojos. Él se marchó poco después, incapaz de soportar la mentira ni un día más. Mi familia intentó tapar el escándalo: «Mejor decir que se fue por trabajo», «No le cuentes nada a nadie», «Piensa en el niño». Pero yo no podía callar más.

El embarazo fue duro. Lucía venía a verme de vez en cuando, pero siempre acabábamos discutiendo. Mi madre apenas me hablaba y mi padre fingía que nada había pasado. Solo mi abuela Carmen me apoyó de verdad:

—Hija, la vida es tuya. Nadie puede vivirla por ti —me decía mientras me acariciaba el pelo.

Cuando nació Daniel, sentí por primera vez en mucho tiempo una felicidad real. Su llanto llenó el vacío de mi casa y sus ojos grandes me devolvieron la esperanza. Pero criar a un hijo sola no es fácil en una ciudad donde todos te juzgan por lo bajo.

—¿Y el padre? —me preguntaban en la guardería.
—Trabaja fuera —mentía yo, tragándome las lágrimas.

Las noches eran largas y los días eternos. Trabajaba como administrativa en una clínica dental y corría cada tarde para recoger a Daniel antes de que cerraran la guardería. No tenía tiempo para mí ni para pensar en lo que había perdido.

A veces veía a Juan por la calle, siempre solo, siempre cabizbajo. Nunca cruzamos palabra, pero su mirada decía más que mil disculpas. Me pregunté muchas veces si él también se sentía tan vacío como yo.

Un día, Daniel me preguntó:
—Mamá, ¿por qué no tengo papá como los demás?

No supe qué responderle. Le abracé fuerte y le prometí que siempre estaría a su lado. Pero por dentro sentí una punzada de culpa y rabia: culpa por haber cedido a la presión familiar; rabia por una sociedad que nos obliga a vivir vidas que no son las nuestras.

Ahora Daniel tiene cinco años y es lo mejor que me ha pasado nunca. Pero sigo sintiendo ese peso en el pecho cada vez que pienso en todo lo que sacrifiqué por complacer a los demás.

A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres como yo hay en España, viviendo vidas prestadas por miedo al qué dirán? ¿Cuándo aprenderemos a escucharnos a nosotras mismas antes que a los demás?